Por: Walter Schmidt
La figura de Julio Humberto Grondona, mandamás del fútbol argentino que falleció ayer a los 82 años, concentra en su trayectoria como presidente de la AFA lo mejor y lo peor de la historia argentina de los últimos 35 años.
La muerte de “Don Julio”, como se hacía llamar en un lenguaje que parece extraído del film El Padrino, dividió aguas.
De un lado se pronunciaron –en particular políticos y miembros de la corporación futbolera- los que exaltaron su caudillismo, picardía y habilidad; los laureles conseguidos a través del seleccionado; su conocimiento del fútbol argentino; y las ventajas que obtuvo el deporte más popular de nuestro país por contar con un hombre sentado durante 16 años en la vicepresidencia del máximo organismo del Fútbol mundial, la FIFA.
Los detractores, en cambio, argumentaron que se trató de alguien autoritario, como no podía ser de otra manera quien nació al amparo de un gobierno tan autoritario como el de Jorge Rafael Videla; que nunca quiso democratizar el fútbol; que alimentó una casta de dirigentes mediocres y oscuros a su alrededor; que fue el presidente de una AFA con muertos y heridos por enfrentamientos entre barrabravas todopoderosos; que logró ahuyentar a la familia de las canchas y vaciar las tribunas visitantes; y que se convirtió en la canilla de millones de pesos que obtenía del gobierno nacional y distribuía discriminatoriamente entre los clubes.
El anillo que lució durante muchos años en su mano izquierda, que versaba “Todo pasa”, aunque en verdad tenía otro significado: “Todos pasan y Yo quedo”.
Así, fue el presidente de la AFA durante los gobiernos de facto de Roberto Viola, Leopoldo Galtieri y Reynaldo Bignone, y luego, desde el regreso de la democracia, con Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Fernando De La Rúa, los interinatos de Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez Saa, Eduardo Caamaño y Eduardo Duhalde, y desde 2003 con Néstor Kirchner y Cristina Fernández. “Todos pasan y Yo quedo”.
¿Cómo puede un dirigente ser aliado de tantos gobiernos, muchos de ellos manchados por la corrupción, sin ser cómplice de esas prácticas? Difícil.
Una de las “armas secretas” de Grondona, que le otorgaba cierta “impunidad”, era haber conseguido que los barrabravas dejaran de ser una enfermedad exclusivamente del mundo futbolístico y se convirtieran en “servidores” del mundillo político y sindical. De esa manera, “Don Julio” consiguió estrechar “los vínculos” con los gobiernos y con la clase política.
Fue testigo privilegiado -¿y socio?- del “crecimiento empresarial” de los violentos del fútbol que expandieron su negocio a la reventa de entradas, souvenirs, viajes, bares en los clubes, estacionamientos, etc, etc.
No se trata de desconocer que el fútbol argentino en manos de Grondona obtuvo un título y dos subcampeonatos mundiales en mayores, seis copas del mundo Sub 20 y dos medallas de oro olímpicas. Se trata de elegir en qué Argentina estamos decididos a vivir: la de Grondona o la de Javier Mascherano y Alejandro Sabella, por citar dos ejemplos que por fortuna emergieron recientemente en el fútbol, en base a esfuerzo y humildad.
Julio Grondona se despidió del mundo terrenal con dos imágenes. Una imagen, la del hombre fuerte que consiguió un subcampeonato nada menos que en Brasil. La otra imagen, la de un dirigente con una causa abierta por la administración de los 1.500 millones con que el gobierno kirchnerista financia el programa Fútbol para Todos e involucrado en las denuncias por reventa de entradas en el reciente mundial de Fútbol.
Ahora, el cambio es posible. La decisión es continuar con las prácticas oscuras en el fútbol argentino, cambiando sólo de nombres con una dirigencia viciada; o patear el tablero, erradicando “las manzanas podridas” y privilegiando el espectáculo deportivo al igual que el regreso de la familia a las canchas.