Por: Adam Dubove
Uno de los recursos más utilizados por los políticos a la hora de enfrentar las críticas, especialmente cuando se encuentra en funciones ejecutivas, es apelar a una fórmula que se ha convertido en un clásico: “Es más fácil criticar que gobernar”. Con estas palabras pretenden rápidamente liberarse de los pedidos de rendición de cuentas, de las explicaciones frente a sus fracasos, por parte de colegas políticos, periodistas y la opinión pública en general, y así poder sepultar rápidamente cualquier tipo de cuestionamiento hacia su accionar.
Por más que no se trate de una respuesta directa al problema y sea solamente una evasiva para evitar asumir responsabilidades, es una realidad. Hablar es más fácil que hacer, y varios personajes de la política pecan de este vicio.
Varios ejemplos podemos encontrar en el mapa político actual. El descalabro generado por la política económica kirchnerista, desde 2003 hasta hoy, nos lleva a oír declaraciones insólitas teniendo en cuenta de quiénes vienen. Por ejemplo, ex funcionarios del actual gobierno como Roberto Lavagna o Alberto Fernández no desperdician ninguna oportunidad para cuestionar medidas como el “cepo cambiario”, la inflación de un 25% anual, la política de comercio exterior, etc. Otros, también de marcado perfil estatista, han propuesto la reducción del gasto público en determinadas áreas, la eliminación de subsidios, y demás políticas que pueden ser consideradas como las correctas para promover un crecimiento con bases sólidas. Escuchando esos testimonios podría creerse que estamos ante partidarios de una economía libre, proponentes de una moneda sana, fronteras abiertas, impuestos bajos, respetuosos de los derechos de propiedad, y el resto de los elementos necesarios para vivir en una sociedad libre y abierta. Desafortunadamente esto no es así.
En realidad, no se trata de una crítica a las políticas implementadas originalmente si no de los resultados que se obtuvieron con ellas. Un claro indicio de la contradicción que plantean es la opinión positiva que mantienen de los primeros años del gobierno de Néstor Kirchner, cuando en realidad esas políticas aplaudidas por los ahora críticos del gobierno fueron el germen de lo que hoy es el “cepo cambiario”, la crisis energética, la alta inflación, el exponencial aumento de la carga impositiva, la falta de insumos básicos por las trabas al comercio, las presiones de Moreno, la intervención del Indec, y un largo etcétera.
Todos esos aspectos criticados por gran parte de la oposición no son producto de una política deliberada para prohibir la compraventa de moneda extranjera, generar cortes de luz o intervenir un instituto de estadísticas. Por el contrario, son la consecuencia natural del intervencionismo, sea este moderado o más radical.
Es lo que Ludwig von Mises denominó la “dinámica del intervencionismo”. Cada intervención requiere nuevas intervenciones para corregir los efectos perversos de la intervención anterior, y esta nueva intervención fracasará generando aún más intervenciones que a su vez tendrán otros efectos indeseados y la metástasis del estado sobre la economía seguirá desarrollándose.
Este concepto es importante tenerlo en cuenta a la hora de ejercer el voto en las próximas elecciones, que a pesar de ser legislativas tendrán un efecto directo sobre quienes serán los “presidenciables” para 2015. Aquellos que prometen menos intervencionismo, pero que no dudan en asignarle al Estado un rol interventor en la economía, tarde o temprano, serán protagonistas de la bola de nieve que hoy afecta al gobierno nacional, y que afectan a todos los que aún se consideran creyentes de la planificación central de la economía.
Apelando a las palabras presidenciales de hace algunas semanas, si se busca un cambio es el momento de “hacerle el vacío” a los que intentan vender espejitos de colores.