Once: cuando el oscurantismo político y económico termina en tragedia

Adam Dubove

El accidente que ayer cumplió un año y nos enluta a todos los argentinos lamentablemente tiene más responsables que los cómplices políticos y TBA. El corporativismo, este capitalismo de amigos que como vemos, puede concluir mucho peor que en un caso más de corrupción, tristemente es el resultado de las demandas políticas de la mayoría de la sociedad. De poco servirá pedir justicia con los hechos consumados y reclamar políticas públicas que seguramente serán el caldo de cultivo para nuevos resultados, que a pesar de no ser buscados, son la consecuencia lógica de ciertos procesos políticos y económicos.

Es por demás incómodo hacer en parte un análisis económico (no me refiero en el sentido crematístico, sino en la relación a la acción humana y sus resultados) cuando hay víctimas de por medio. Es mucho más sencillo y menos comprometido explicar las causas de la emisión monetaria con la inflación o del control de precios con el desabastecimiento, pero no ir al hueso en esta cuestión cuando se advierte que lo que hay detrás sería por demás reprochable.

En el paradigma que prima en la academia, la cultura, la educación, la política y los medios de comunicación, el Estado tiene un rol primordial. El mercado es señalado como el responsable de todos los males y la regulación gubernamental aparece como la única solución. Dentro de este pensamiento la riqueza debe ser redistribuida (en lugar de multiplicada), por más que se termine con mayor concentración en manos de unos pocos. La inflación debe ser prohibida (en lugar de atacar el problema monetario que la provoca), por más que este fracaso nos haya  destruido la moneda, que ya perdió trece ceros desde la aparición del Banco Central. Los salarios deben ser fijados por ley por el voluntarismo político (por más que esto incremente el desempleo), ignorando que lo que aumenta o disminuye su poder adquisitivo son las tasas de capitalización del mercado. Ese mismo mercado al que apabullan, llenan de impuestos y reducen complicando por sobre todo a los trabajadores. No importa si las mismas recetas llevan sistemáticamente a los mismos resultados, el Estado benevolente y todopoderoso esta vez sí logrará cumplir el cometido. No importan los cuatro mil años de experiencias que recoge el libro de Schuettinger y Butler. [1]

La superstición y el prejuicio por ahora parecen más poderosos que el sentido común.

Entre medio de este oscurantismo económico, que se manifiesta en procesos políticos, y ya hablando en concreto de la tragedia de Once, encontramos el primer responsable del desastre en el transporte nacional. El mito de la necesidad de la regulación, aprobación y habilitación de los recorridos y los servicios a manos de un ministerio, que como los otros, es  parte del problema y no de la solución de cada cartera en cuestión.

Un grupo de burócratas, sin ningún incentivo por la eficiencia, se encuentra alrededor de un mapa y decide por dónde pasarán los recorridos otorgados a empresas socias del poder, que mantienen cautivo a un cliente, al que someten a viajar como viajamos todos los que utilizamos el transporte público. Al cliente no hay que cuidarlo. Él no tiene otra. No tenemos otra. Hay que cuidar el vínculo con el poder político que permite y prohíbe como un César omnipotente. Dejar de llamarles “empresarios” a estos cazadores de privilegios y mercados cautivos sería un buen primer paso para mirar las cosas desde otra perspectiva.

La mentalidad anticapitalista, como bien la describió Ludwig von Mises, tan arraigada en todos nosotros, hace que ni podamos referirnos al pasajero como a un cliente. Ni hablar en el caso de un servicio de salud. Son siempre “pasajeros”, “pacientes”, pero nunca “clientes”. Esa perspectiva inmoral sobre los procesos de mercado es la piedra fundamental para el desajuste que viene luego.

Cuando las distintas alternativas de transporte no están sujetas a la libre competencia, todo en el marco moral que nos impide ver al pasajero como un cliente y nos hace creer que un vagón o colectivo, en lugar de ser una herramienta (que podría ser perfectamente segura y eficiente), es un “derecho”, inevitablemente aparecen los Schiavi, los Jaime, los De Vido y los Cirigliano para detonar la bomba de tiempo.

¿Qué se puede esperar de una asociación ilícita entre los prebendarios y el poder político cuando la ganancia de una empresa concesionada llega de la mano de un subsidio?

Si defendemos las políticas de intervención de precios con un Estado que subsidia las ganancias de estos cómplices, más políticos que empresarios, porque no queremos aceptar que existe la inflación o que los argentinos somos pobres, no podemos mirar para otro lado cuando los resultados inevitables acontecen. Es mucho más sencillo y menos polémico explicarlo con la crisis energética, luego de años de tarifas subsidiadas (y lógicamente desinversión en el sector), que cuando fallan los frenos de un tren en pésimo estado matando a 52 víctimas inocentes.

Es cierto que son altos los costos políticos de liberar los precios luego del siempre erróneo camino de los subsidios, pero podemos seguir buscando soluciones mágicas o preguntarnos realmente por qué los salarios de la mayoría de los trabajadores son miserables, como para que el transporte diario afecte a la economía de las personas. Podemos seguir pensando que no hay relación entre la política monetaria del gobierno y la inflación o aceptar que la ley de la oferta y la demanda también afecta a los billetes. En fin, podemos seguir ignorando los hechos y viviendo en un mundo de fantasía, pero debemos hacernos cargo cuando la realidad toca a la puerta.

Podemos pensar que la regulación, los privilegios, la falta de competencia, la inflación y los subsidios no tuvieron nada que ver con los trágicos hechos. Podemos limitar la culpabilidad a los responsables, que ojalá se pudran en la cárcel, ignorando la nefasta maquinaria de incentivos perversos que operó detrás. No podemos esperar que no vuelva a pasar si no estamos dispuestos a analizar a fondo la situación.

[1] 4000 años de control de precios y salarios. Cómo no combatir la inflación. Editorial Atlántida.