Por: Adam Dubove
Imaginemos por un momento que una chica veinteañera camina sola por un territorio descampado.
Imaginemos que de repente esta chica se ve rodeada por nueve hombres que tienen la intención de violarla, pero antes de tomar la iniciativa consideran justo someter el acto a una votación democrática en la cual todos tienen su derecho a ejercer el voto.
Imaginemos que de la votación, como era de esperar, resultan nueve votos a favor y uno en contra. En consecuencia, los nueve hombres proceden a violar a la chica.
Por supuesto, la víctima no consiente el resultado de la violación. Tampoco la votación que la precedió hizo más legítimo aquel acto abominable, ni cualquier mayoría especial podría legitimar una agresión contra la integridad física de otra persona.
Imaginemos que la chica, consternada por lo que le acaba de suceder, está abatida, y la pandilla que la violó democráticamente decide que su conducta debe ser evaluada por un tercero para que juzgue su accionar.
Imaginemos que, para seguir con el criterio democrático que caracteriza a la pandilla de violadores, se decide que ese tercero también debe ser elegido mediante el voto popular. El candidato A es propuesto por la víctima, el candidato B por los agresores. El resultado de la elección, como no podía ser de otra manera, es de nueve a uno a favor del candidato B.
El veredicto, como era de esperar, exonera a la pandilla de violadores.
Volvamos a la realidad. La situación imaginaria descripta en los párrafos anteriores despertará en todos los lectores una sensación de injusticia y, por más que a cada acto realizado por la pandilla precedió una votación democrática donde prevaleció la voluntad de la mayoría, pocos son los que afirmarían que ese acto convirtió lo injusto en justo, lo reprochable en elogiable. Reconocer lo contrario es incurrir en una falacia conocida como argumento ad populum.
Es por esto que en los diseños constitucionales de los países democráticos existen mecanismos para atenuar el poder mayoritario. No en vano el pensador político del siglo XVII Montesquieu consideró que era necesario desmembrar el poder del Estado y separarlo en diferentes poderes: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Además, estableció la necesidad de un sistema de frenos y contrapesos mediante el cual los poderes del Estado se controlen mutuamente. Por ejemplo, el Poder Ejecutivo puede vetar leyes sancionadas por el Congreso, el Poder Judicial puede declararlas inconstitucionales, y el Poder Legislativo puede celebrar juicios políticos contra los miembros de otros tribunales.
La llamada reforma judicial, el paquete de seis proyectos de ley que ya fueron aprobados o se encuentran en vías de aprobación, dependiendo el caso, es el rechazo a estos principios básicos para el funcionamiento de un país en el que se aspira a respetar los derechos individuales de los ciudadanos. Especialmente el proyecto que reforma, una vez más, el Consejo de la Magistratura, el organismo dedicado a la selección y control del desempeño de los jueces, que de aprobarse se convertiría en un órgano en el cual las pujas políticas y la decisión de la mayoría alterarían la independencia y la imparcialidad que deberían mantener. Al igual que en nuestro ejercicio imaginario, las mayorías serían quienes terminarían designando a los jueces, dándole un golpe de muerte al sistema de frenos y contrapesos que adopta nuestra Constitución y poniendo en riesgo la función de control de constitucionalidad del Poder Judicial.
La importancia de mantener un contrapeso antimayoritario en el Poder Judicial para garantizar el respeto de los derechos de los ciudadanos fue explicada, en un rapto de lucidez, por Alexander Hamilton, co-autor de Los Papeles Federalistas, que en su artículo N° 78 hace referencia a la forma de seleccionar a los jueces:
Si el poder de hacerlos se encomendase al Ejecutivo, o bien a la legislatura, habría el peligro de una complacencia indebida frente a la rama que fuera dueña de él; si se atribuyese a ambas, los jueces sentirían repugnancia a disgustar a cualquiera de ellas; y si se reservase al pueblo o a personas elegidas por él con este objeto especial, surgiría una propensión exagerada a pensar en la popularidad, por lo que sería imposible confiar en que no se tuviera en cuenta otra cosa que la Constitución y las leyes
En otro de los artículos de El Federalista, el número 10, James Madison habla de las facciones:
Por facción entiendo cierto número de ciudadanos, estén en mayoría o en minoría, que actúan movidos por el impulso de una pasión común, o por un interés adverso a los derechos de los demás ciudadanos o a los intereses permanentes de la comunidad considerada en conjunto.
En estos momentos, en la Argentina, estamos viviendo el espíritu de las facciones. La manipulación de las mayorías para suprimir los derechos de una minoría a través de la reforma judicial es recrear la situación imaginaria de los violadores descripta al principio. Un grupo de funcionarios públicos que pervierte el sentido de la democracia para utilizarlo como mecanismo de supresión de los derechos de los demás.
Esta cosmovisión de que la mayoría puede avanzar sin problemas sobre las minorías ya fue expresada por la ministra de Desarrollo Social, Alicia Kirchner, quien considera que en una democracia “las minorías tienen el deber de escuchar a las mayorías”. Esto afortunadamente no es así.
Hay otra previsión escrita en el art. 36 de la Constitución Nacional como el último freno para evitar el avance de estos dislates: el derecho de resistencia del pueblo, mejor explicado por Thomas Jefferson en la Declaración de Independencia de Estados Unidos:
Que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad
La defensa de los derechos de las minorías no es un capricho; es la piedra fundamental de una sociedad libre, en la cual los derechos de las personas se respetan independientemente de su poder económico o político. La Argentina hace muchos años dejó de ser una república, pero sin dudas que esta reforma judicial, de prosperar, será el último clavo que faltaba para sellar el cajón.