Por: Adam Dubove
Hoy, primer sábado de mayo, como viene sucediendo desde 2006 en la ciudad de Buenos Aires y 1999 en todo el mundo, tendrá lugar una nueva edición de la Marcha Mundial de la Marihuana, una protesta que tiene como finalidad promover la despenalización del consumo de marihuana.
A pesar de tratarse de una marcha que suele pasar desapercibida para muchas personas, la importancia de un cambio en las políticas sobre drogas es algo que va más allá de comenzar a respetar las decisiones individuales de los que optan por consumir determinadas sustancias. La política prohibicionista es, además, una de las principales fuentes de la inseguridad. La muerte, las mafias, la inseguridad, el estado de las cárceles, la sobrecarga del sistema penal y la corrupción son consecuencias de la política sobre las drogas. No sólo en este país, sino en gran parte del mundo.
La prohibición, que impide que dos adultos realicen transacciones con determinadas sustancias, o que no puedan consumirlas aun cuando su conducta sea totalmente pacífica, es totalmente contraria a la idea del respeto irrestricto a los planes de vida personales, que es la base de cualquier sociedad que aspira a ser libre, y que está contenido en el art. 19 de la Constitución.
Además de violar derechos fundamentales, la prohibición genera un mercado negro de drogas. Un negocio en el que, por su estado de clandestinidad, se pueden obtener importantes márgenes de ganancias. Al estar prohibida, no son los comerciantes quienes proveen esos productos tal como lo hacen con los cigarrillos, el alcohol y los medicamentos. Ocupan su lugar las mafias, atraídas por la gran oportunidad de negocio que ofrece para ellos la prohibición, y así aprovechan su diversificación e incorporan al narcotráfico en su rango de actividades de delincuencia común.
Por lo menos un tercio de los presos en cárceles argentinas está vinculado a un delito relacionado con drogas. Un 70% de las personas detenidas por drogas son consumidores, es decir, la única causa por la que están encarcelados es por haber consumido una sustancia no autorizada por el gobierno. Esta situación genera una recarga para los tribunales penales, la policía y el sistema carcelario, que desvían valiosos recursos en perseguir actividades pacíficas, descuidando la lucha contra el crimen violento. No se puede dejar de remarcar el predominio de extranjeros, mujeres y personas de sectores de bajos recursos entre los que se encuentran presos por delitos no-violentos relacionados con drogas. Esto no es casualidad, la selectividad del sistema penal termina perjudicando a los más desprotegidos; en ese sentido, la política de drogas es utilizada como una herramienta de discriminación.
La prohibición actual promueve la actividad mafiosa, genera crímenes violentos e inunda de sangre y temor calles que sin esta absurda ley serían mucho menos violentas. Lo mismo que sucedió durante la Era de la Prohibición, en Estados Unidos, en la cual estaba prohibido el consumo y producción de bebidas alcohólicas. Una vez terminada la prohibición sobre las bebidas alcoholicas, la actividad mafiosa disminuyó abruptamente.
La inseguridad que genera la prohibición no se limita a los delitos comunes. Los propios consumidores de drogas se ven más expuestos a dañarse su salud al desconocer el origen y la calidad de las sustancias adquiridas en el mercado negro. Muchas muertes por sobredosis o por adulteración podrían haber sido evitadas en ausencia de las políticas prohibicionistas.
La despenalización no debe limitarse al consumo únicamente, como se puede leer en algunos de los proyectos de ley que podrían llegar a considerar diputados y senadores en un mediano plazo. La despenalización debe ser integral y abarcar todas las etapas de producción y distribución, hasta su consumo. El comercio de una sustancia no es menos pacifico que su consumo; mantener la prohibición de comercio está más asociado a los prejuicios ideológicos de los proponentes de la idea que a fundamentos lógicos sobre su prohibición.
La política prohibicionista de drogas es un fracaso a nivel mundial. A pesar de los 40 mil millones de dólares que se gastan en Estados Unidos en la guerra contra personas que consumen drogas, las estadísticas indican que el consumo aumentó; la población carcelaria se multiplicó de unos 200 presos cada 100.000 ciudadanos a casi 800, convirtiendo a Estados Unidos en el país con el índice de encarcelación per cápita más alto del mundo.
Estas son algunas razones por las cuales debería haber un mayor interés en terminar con una situación injusta como es la actual política sobre las drogas. Las violaciones a los derechos individuales, y las consecuencias negativas que acarrean, deberían ser argumentos suficientes para que se pida su derogación.
Uno de los argumentos que más utilizan los que se oponen a una reforma en este sentido es aludir a que con la despenalización aumentará el nivel de consumo de las sustancias hoy ilegales, y ello repercutirá en el sistema de salud estatal. Esta postura considera que la existencia de determinados programas estatales habilita al propio Estado a limitar libertades básicas como es la jurisdicción personal sobre el cuerpo de cada uno.
El ensayista Antonio Escohotado suele decir: “de la piel para dentro empieza mi exclusiva jurisdicción. Elijo yo aquello que puede o no cruzar esa frontera. Soy un estado soberano, y las lindes de mi piel me resultan mucho más sagradas que los confines políticos de cualquier país”. Reconocer que el gobierno tiene alguna razón para regular cuestiones tan personales como lo que uno ingiere o deja de ingerir es sacrificar la soberanía individual en pos de los intereses de otros, y una afrenta directa contra la dignidad humana.
Es hora de que haya un debate extendido acerca de uno de los fracasos más grandes del siglo XX, una de las políticas más injustas, que se cobró millones de vidas en todo el mundo y que en nuestro país está íntimamente relacionada con un flagelo que preocupa a todos: la inseguridad.