Por: Adam Dubove
El lanzamiento del nuevo Índice de Precios al Consumidor (IPC) devolverá a las primeras planas de los diarios el debate sobre la credibilidad de las estadísticas del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec). La necesidad de que el Indec provea estadísticas confiables como requisito indispensable para combatir la inflación y terminar con el descalabro económico que lleva adelante el actual gobierno es una idea predominante entre economistas y políticos de la oposición.
No es casualidad que las modificaciones metodológicas introducidas al IPC fueran realizadas conjuntamente con funcionarios del Fondo Monetario Internacional (FMI), organismo que aplicó el año pasado una “moción de censura” contra el país por su baja calidad estadística. Es que no podía ser de otra manera, desde sus orígenes la planificación centralizada de la economía fue la metodología adoptada por el FMI, y de ahí su interés en que las estadísticas argentinas resulten confiables.
Ya en 1963, cuando el organismo era una pieza fundamental del sistema monetario internacional, el periodista económico Henry Hazlitt señalaba que el Acuerdo de Bretton Woods, que dio origen a la entidad multilateral, “ha demostrado ser, en la práctica, una gigantesca máquina de inflación mundial. En los casi 20 años de su existencia, cada vez mayores devaluaciones se han producido en las monedas nacionales que en cualquier período comparable”.
La función original del FMI fue un auténtico fracaso, pero no el único. Con la eliminación del sistema monetario de Bretton Woods, su misión se transformó en proveer asistencia técnica y financiera a los países en desarrollo para fortalecer sus economías. No es necesario ahondar en los resultados que tuvo el organismo en esta nueva etapa, mucho menos para los que vivimos en esta parte del globo y conocemos las consecuencias de implementar sus recomendaciones. Como sostiene el economista William Easterly, la “función principal de hacer cumplir la disciplina financiera adolece de la mentalidad de un planificador intrusivo que establece arbitrariamente objetivos cuantitativos de los indicadores clave de la conducta de los gobiernos. Al igual que todos los planificadores, el FMI se ajusta a la compleja realidad de los sistemas económicos con un lecho de Procusto de los objetivos que poco tienen que ver con esa complejidad”.
Los liberales hemos rechazado históricamente la existencia del FMI. El gobierno de Cristina Kirchner busca obedecer a los dictámenes del FMI, para poder lograr reintroducir al país en los mercados de deuda internacionales, lo que sería repetir la historia.
La alternativa para resolver esta polémica sobre credibilidad de las estadísticas oficiales es sencilla, cerremos el Indec.
La primera pregunta que nos tenemos que hacer es: ¿quién necesita de las estadísticas que genera el Indec? Sin dudas, economistas y sociólogos se valen de los guarismos, pero son los políticos y los encargados de confeccionar políticas públicas sus principales destinatarios. En el sitio web del organismo fundado en 1968 por el dictador Juan Carlos Onganía destacan “la importancia de la estadística oficial para la decisión de políticas de desarrollo en el área económica, demográfica, social y ambiental”. Precisamente, esta es la razón principal por la cual el Indec es una fuerza perjudicial para el bienestar de los argentinos.
Las estadísticas oficiales les ofrecen a los políticos una falsa sensación de conocimiento sobre la realidad. Los grandes agregados de números generan la sensación de tener la información necesaria para delegar la toma de decisiones económicas en una autoridad central. Sin embargo, se deja de lado el conocimiento que se encuentra disperso y que es inaccesible para los Kicillof y los Capitanich de turno y para cualquiera que pretenda tenerlo. Como explica el economista austriaco F.A. Hayek en “El uso del conocimiento en la sociedad”, “esto se debe a que los ‘datos’ referentes a toda la sociedad a partir de los cuales se origina el cálculo económico no son nunca ‘dados’ a una sola mente de modo que pueda deducir sus consecuencias y nunca, tampoco, pueden así ser dados.” La información que requieren los políticos es inasequible porque únicamente se obtiene “en la práctica”.
La política cambiaria, el proteccionismo, la distribución arbitraria de recursos, la manipulación de precios y documentos absurdos como los “204 objetivos y 272 metas” (que nada tienen que envidiarle a los planes quinquenales de la Unión Soviética) son algunas de las consecuencias que se derivan de esta arrogancia promovida por el acceso de los políticos a las estadísticas.
Solo los intervencionistas necesitan de estos números. La actividad de los empresarios tiene como base la prueba y error a partir de la estimación de costos, precios, y de las ganancias o pérdidas obtenidas. No requiere más que de eso y de su visión empresarial, aunque se trate de un conocimiento generalmente despreciado por la clase política, quizás por estar fuera del mercado. Por el otro lado, los consumidores se valen de sus experiencias de sus necesidades y deseos más urgentes para tomar sus decisiones. Las estadísticas son, como sostenía Murray Rothbard, los “ojos y oídos” de los ingenieros sociales.
Es verdad que para ciertas estadísticas que permiten tener una visión general del estado de cosas existe una demanda, pero lejos están de ser, por si solas, herramientas adecuadas para la toma decisiones como lo creen los intervencionistas de todos los partidos. A diferencia de lo que se cree, la ausencia de estadísticas oficiales no implicaría la inexistencia total de estadísticas. Ya lo vimos en los últimos años, que ante la falta de credibilidad del INDEC, el sector privado ha provisto datos cuantitativos fiables acerca de la inflación, con el agregado de que para producirlas no fue necesario requerir a la expoliación del contribuyente. Este mismo modelo se replicaría con aquellos indicadores para los que haya gente dispuesta a pagar por ellos de forma voluntaria.
Si podemos comprender que las causas de la debacle económica que está sufriendo el país, de forma casi ininterrumpida desde comienzos del siglo XX, y existe la voluntad de revertir este proceso, tenemos que empezar por quitarle al Estado una de las principales herramientas que le genera la confianza de poder hacer bien lo que indefectiblemente es incapaz de hacer. No será la panacea ni el fin de nuestros problemas, pero definitivamente estaríamos dando un paso en la dirección correcta.