La Justicia argentina se ha convertido en un corporativo obstáculo para el libre y democrático ejercicio de los otros dos poderes, legítimos representantes del poder popular. Siempre se ha repetido aquella máxima de que “los jueces hablan por sus sentencias”. Sin embargo, hoy parece cobrar más valor el que “los jueces pretenden gobernar con sus sentencias”, aquejando la tan mentada institucionalidad republicana.
Sobran ejemplos. Desde el caso Ley de Medios hasta el de Marita Verón, pasando por la prescripción que favorece al ex gobernador Jorge Sobish y la absolución del ex presidente Fernando de la Rúa. La administración de justicia se ha manifestado con mayor virulencia en una institución que difícilmente resulte capaz de asegurar confianza e igualdad ante la ley.
Una especie de absolutismo judicial recorre cada rincón del país, enfermando el “espíritu de las leyes” del que hablaba Montesquieu, que aparece disimulado bajo el maquillaje de una independencia que sólo se manifiesta retóricamente. Jueces que departen alegres vacaciones pagadas por una de las partes a quien deben juzgar, la impudicia de tribunales que favorecen –y hasta protegen– la trata de personas, causas que prescriben en nombre de un tiempo en que nadie ha sabido –o querido– investigar o muertos de la brutal represión policial del diciembre de 2001 cuya memoria espera ser reparada; se demoran ante la indiferencia cortesana.
Es curioso cómo durante la década del ’90 y hasta el colapso de la fiesta neoliberal de 2001, ningún juez se opuso a las sucesivas reformas laborales que sacrificaban la suerte de los trabajadores al fervor empresario. O cuánto se ha tardado en cuestionar a las AFJP y las ART, verdaderas transferencias de recursos de los trabajadores a favor del sistema financiero especulativo. Lógicamente, existen excepciones. Valga como ejemplo el juez Oscar Garzón Funes, quien suspendió la privatización de Aerolíneas Argentinas cuando todavía no se había realizado, pero que la Corte Suprema de entonces, con mayoría menemista y en una medida sin precedentes, en cuestión de horas le quito el caso y dio vía libre a la operación de entrega, por nombrar sólo una de aquella época.
A casi 30 años de la recuperación democrática, han cambiado presidentes y cuerpos legislativos, pero ellos siempre están allí, escudándose en la estabilidad del cargo y la repetición de apellidos de la justicia hereditaria, como si se tratara de una sucesión nobiliaria. Ante el menor asomo de un jury de enjuiciamiento, renuncian y todo queda en la nada, aunque el artículo 115 de la Constitución Nacional diga que los jueces destituidos quedarán sujetos a juicio y castigo conforme a las leyes ante los tribunales ordinarios. No, se retiran a sus estudios privados para disfrutar de suculentas jubilaciones y patrimonios.
Pareciera que esa estabilidad resultara una patente de corso para que sus sentencias hablen, pero se acomoden al interés de los poderes económicos, y, lo que es peor, que esto sea considerado administración de justicia. Actúan casi como nuevos señores feudales. Condenan primero y fundamentan después, incluso con fallos redactados por fiscales –que apetecen aparecer en los medios–, a los que no les quitan ni una coma.
Es impensado suponer –excepto en un país donde reine el imperio judicial– que 38 asesinatos de personas indefensas en diciembre de 2001 merezcan una absolución, mientras que por esas mismas horas existan condenas de prisión sin haber probado delito alguno, ante el silencio casi cómplice de los supremos. Es impensado que ningún juez haya resuelto la cautelar presentada por el diario La Nación para no pagar impuestos durante 10 años. Ejemplos hay a montones.
Luis XIV de Francia repitió hasta el cansancio aquella famosa máxima “el Estado soy yo”. Los reyes han sido la misma imagen de Dios. Eran, también, propietarios de los bienes y la vida de los hombres. Soberanos sin tener a nadie por encima de ellos. Aquel lugar que el “derecho divino de reyes” reservaba a los monarcas es ahora ocupado por otra majestad: “su señoría”.
Los reyes eran responsables sólo ante Dios. La monarquía era pura, ya que la soberanía radicaba por entero en el rey, cuyo poder rechazaba toda limitación legal. Toda ley era una simple concesión voluntaria; y toda forma constitucional y toda asamblea existían a su arbitrio. La no-resistencia y la obediencia pasiva eran prescripciones divinas. En cualquier circunstancia, la resistencia al rey era un pecado y acarreaba la condenación eterna.
Aquellos que hoy se rasgan las vestiduras ungidos de tanto desborde republicano deberían ser menos concesivos con las corporaciones, incluida la judicial, y bregar por una verdadera división de poderes. Del Ejecutivo y el Legislativo, obviamente. Pero también de los poderes fácticos que se disimulan en Talcahuano 550.
He ahí la nueva institucionalidad. Los jueces gobiernan por sus sentencias a través del derecho divino de jueces, propios del Leviatán hobbesiano.