Por debajo de la invocación de la libertad, por un lado, y del contrastante autoritarismo, por el otro, lo que existe en el planeta, si lo describimos descarnada y crudamente, son intereses y de los grandes. Lo cierto es que el mundo tiene más avatares y conflictos– infinitamente más – que los de la Guerra Fría. Y padece de inenarrablemente más inestabilidad que en ese sombrío período de posguerra hasta la caída del Muro en 1989.
Miremos un poco. Europa – a pesar de los esfuerzos de Alemania – vive de zozobra en zozobra, preocupada por el desempleo, el retroceso del proceso integrador, la xenofobia, la inmigración no deseada, los embates rusos y las amenazas que vienen del sur del Mediterráneo – que es igual que decir Magreb. Para colmo, el resurgimiento de la guerra explícita, como pasa en Ucrania, contribuye a enrarecer el clima político.
Estados Unidos vive una recuperación económica, pero también una puja política doméstica que pareciera pasarse de la raya que el patriotismo norteamericano siempre trazó, precisamente para neutralizar cualquier situación capaz de lesionar a sus intereses vitales. Hoy no se ponen de acuerdo cómo lograr ordenar el Oriente Cercano – un área que sigue siendo clave. Para la Casa Blanca, ese objetivo se obtiene balanceando y contrabalanceando, por ejemplo potenciando a Turquía y a Arabia Saudita o a Israel e Irán – para que se compensen mutuamente y no configuren una acechanza, sobre todo para los norteamericanos. En el medio de esto, dos notas importantes: Egipto, a pesar de su escaso potencial relativo, está duplicando la capacidad operativa del Canal de Suez, lo cual elevará sus ingresos de 5 mil millones a 13 mil millones de euros anuales y además tiene un plan para atraer 20 mil millones de inversiones en una nueva zona franca que generará un millón de empleos. El otro dato: ¿hasta cuándo Arabia Saudita irá contra sus intereses económicos manteniendo alto el nivel de producción de petróleo? Es real que con ese nivel hiere en el ala a Rusia e Irán, pero el costo es fuerte.
Obviamente el llamado Estado Islámico o Califato no es una anécdota, sino una bomba nuclear para cualquier plan estabilizador del Medio Oriente. Si se demoniza al Islam en bloque, las perspectivas de solución son negras. El Califato podrá segarse si existe claridad acerca de qué es y cómo tratar al Islam. Cualquier error de visión o de concepto será letal. En esta línea, el diálogo interreligioso, en el que la Argentina es vanguardista, es un buen ayudante.
EEUU aspira a solucionar el añejo y laberíntico entuerto del Oriente Próximo para poder dedicarse al Lejano, ese que le quita el sueño. Moscú, Pekín, Nueva Delhi, Tokio y Washington pugnan por modelar el Asia. Con una particularidad, tres de ellos – Rusia, EEUU y China – enlazan el asunto con Europa para imaginar un enorme espacio, Euroasia. Por eso los chinos establecen una nueva Ruta de la Seda que los conduce al Viejo Vontinente, Rusia dirime gran parte de su influencia en la lucha por Ucrania y los norteamericanos buscan amurallar – para contenerla – a China con su alianza con Tokio y la novedosa coalición con su contendiente de los setenta, Vietnam.
En la última cumbre Asia-Pacífico, China mostró sus metas: deshielo con Japón y Vietnam, libre comercio con Corea y acuerdo gasífero de enorme magnitud con Rusia. Paralelamente, hace esfuerzos para mejorar su compleja relación con la India.
En África se produce una explicable paradoja: los países han crecido a horcajadas de los buenos precios de los productos primarios, pero no se han desarrollado, aunque emerge una clase media en casi todo el continente. Esa contradicción se ahonda por la perfecta balcanización que dibujaron los europeos al ‘independizarlos’. Se formaron tantos países como fueron necesarios para garantizar la debilidad de todos y cada uno de ellos. El más fuerte de los de color – Nigeria – padece de fundamentalismo, terrorismo y separatismo, un cóctel indigerible que oscurece el futuro de ese país. Libia- de extensa y rica superficie – se ha tribalizado peligrosamente, Egipto tiene demasiados problemas a cuestas como para erguirse – no obstante lo antedicho sobre su gran herramienta, el Canal- y Sudáfrica sigue siendo prometedora, pero aún no ha logrado una influencia decisiva para imprimirle mejor rumbo al continente vecino.
Nuestra América tiene tres – quizás cuatro y hasta cinco – países capaces de contribuir a su articulación. Porque a esta altura del acontecer global un objetivo insoslayable es vertebrar, unir, todo lo contrario de exacerbar localismos arcaicos, esos, por caso, que se agitan en algún sector montevideano para darle una funcionalidad desenfocada al bello país oriental del Plata.
Esos países son Brasil, la Argentina y México, engrosados por Colombia y Venezuela. Empero, ¿cómo andan? Brasil, inmerso en una formidable e inopinada crisis – ¿de crecimiento…? – moral, política y económica. México, con sus antiguos problemas de mafias y de inequidad social estructural. Se sabe, sin desarrollo socio-educativo y equidad no hay basamento para el económico, salvo el del tipo factoría. Colombia todavía no pudo arreglar su guerra intestina, aunque va por buen camino y es el que más horizonte parece ofrecer. Venezuela, ¿qué decir de la querida Venezuela? Se merecía mejor destino que el populismo y la feroz polarización ¡Ojalá encuentre un movimiento articulador y superador! Pero, por ahora, oscuro panorama.
Nuestra América, pues, sigue siendo un espacio doliente. Nos da más dolor que felicidad. Hay que hacer denodados esfuerzos para revertir este cuadro.
Algo está claro en medio de tanto diferendo y confrontación: por todos los lares hay geopolítica en acción, pero en contraste con antaño ahora es sin ideología, con intereses en estado puro y crudo. Se lucha por acaparar o asegurar cerebros, patentes, recursos, espacios. Enarbolan proclamas más o menos atractivas o más o menos impugnables, pero todos los actores defienden intereses.