Un ex presidente de la Banda Oriental —déjenme llamarla como manda el fondo de la historia—, citando al eminente historiador galo Marc Bloch, recordaba: “La incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado”. En nuestra Argentina, el 75% de quienes reciben ayuda social no terminaron el secundario, la comprensión de textos es reprobada por la mayoría de quienes sí lo culminaron y es posible que más de un alumno ubique a Hipólito Yrigoyen como uno de los oficiales de José de San Martín en el cruce de los Andes. Si de ignorancia del pasado se trata, estamos deplorablemente aplazados. Y si seguimos a Bloch, consecuentemente nuestros prejuicios de hoy están imperando por doquier, devastadores de la verdad —histórica y actual, las dos— y sobre todo de la posibilidad de unirnos en una faena colectiva, común.
El primer prejuicio a desterrar —la primera comprensión a instaurar— es que en el pasado no tuvimos dioses, sino próceres. Ni pura bondad, ni perversa malicia. Que poseyeron, muchos de ellos, excelsas virtudes y también defectos, en ciertos casos —leídos con el diario de hoy— hasta muy graves. Lo esencial es que ninguno de esos insignes antepasados quiso diabólicamente que a la Argentina le fuera mal, que se hundiera en el quinto infierno antes de nacer o apenas nata. Y también es importante comprender que hasta el más impoluto, probo e ilustre —irrumpe en este momento que escribo la figura nobilísima de San Martín— cometió sus errores, en este caso priorizar que “no se metería en las guerras intestinas”. En determinado momento, cuando regresó de Europa y llegó hasta Montevideo, en 1829, debió aceptar la oferta del gobernador de facto Lavalle y hacerse cargo del país para ponerlo en orden y progreso. Retroconjetura, contrafáctica. Imposible de corroborar, pero útil para reflexionar.
En rigor, la incomprensión entre nosotros es tan añeja que parece nuestra progenitora. ¿Hoy quién puede dudar de que para organizar al vasto virreinato, desde Acre hasta el cabo de Hornos y desde Antofagasta hasta Porto Alegre, era menester una Junta Grande representativa de esa vastedad y no una Junta porteña? Pero la incomprensión ganó por goleada —y eso que el partido lo jugaban muy doctos compatriotas— y así nos fue, con las secuelas de guerras internas y mutilaciones territoriales.
Hoy no hay argentino bien nacido —calculo que es el 99% de los 42 millones— que quiera que seamos colonia. A su manera, ese 99% quiere que tengamos patria. Entonces, ¿por qué azuzar, aguijonear ese vetusto “patria o colonia”? ¿Por qué dividirnos en eso de que “Macri gobierna para los ricos” y “Cristina lo hizo para los pobres”? Si el 10 de diciembre pasado, después de 12 años y medio, sufríamos de 12 millones de pobres, parecería que ese “gobernar para los pobres” fue un redondo y lastimosísimo fracaso. Un diseñado relato.
Por otro lado, el problema es la educación y el trabajo, estrecha e inescindiblemente unidos. Destinamos el doble que Singapur para educación —6% nosotros, 3% ellos—, pero en esa isla nadie escupe en la vía pública, es considerado horrible no tirar la cadena luego de hacer una necesidad y es el país récord en prestaciones de servicios que exigen mayor conocimiento y tecnología. Y no teniendo ni un trigal, ni un rodeo vacuno, ni las inmensas y adorables pampas, ni agua, ni oro, ni minerales, es una de las primeras economías del mundo medidas per cápita, con trabajo pleno y altamente remunerado.
Sostenemos que hay que generar confianza, ejemplaridad, seguridad (las dos, la personal y la jurídica), promover las pymes, invertir más, ampliar el mercado interno y el del mundo y tantas otras propuestas, incluyendo ir saldando las deudas sociales, desde la que tenemos con nuestros jubilados como las que siguen contraídas sobre todo con los cuatro millones de niños pobres, cuyo destino será inexorablemente la exclusión si no generamos las condiciones de una economía de prosperidad ya mismo. Cuando planteamos esto, estamos pensando en los pobres, en las clases medias, en todos. Para los ricos tenemos también nuestras iniciativas: que paguen un impuesto progresivo a la renta, porque esos recursos que irán al erario les darán a ellos la paz social de poder salir por calles y caminos para disfrutar lo que ganaron con su esfuerzo y su creatividad. Porque los ricos de la Argentina sin grieta son los que ganaron sus bienes invirtiendo y arriesgando, no los vivos y los acomodados que se asociaron con los corruptos para saquearnos a todos.
La corrupción es la colonia del eslogan. Es una literal infamia que los corruptos nos hablen de patria. Un patriota siempre es y debe ser honrado. Y la otra colonia es el engaño, aunque sea relatado. Mentirle al pueblo es execrable.
Un rico siempre es y debe ser socialmente responsable. Y un pobre merece que se lo auxilie de verdad, sacándolo de su situación indigna, no mediante la dádiva, sino acompañándolo para que complete sus estudios y se convierta en un trabajador. Y cuanto más conocimiento, mejor para él y para todos.
La grieta es perversa y la engendran la incomprensión, las ideas atrasadas y la lucha impiadosa, cruel, por el poder. La inhumaremos con comprensión, con ideas nuevas y creativas y con una puja por el poder civilizado, como lo mandan el espíritu y la letra de nuestra aún incumplida Constitución.