No basta con los desastres que ha provocado Bush II ni los estropicios de Barack Obama respecto a los derechos individuales; ahora irrumpe en la escena política Donald Trump, el exitoso agente inmobiliario que por esa razón cree que puede llevarse al mundo por delante con sus propuestas fascistas de gran repercusión en el público estadounidense.
En su discurso de cincuenta minutos de junio último desde el Trump Tower en Manhattan el personaje de marras lanzó parte de su campaña presidencial que por el momento, según las encuestas (frecuentemente sujetas a gruesos errores), lidera las preferencias en círculos republicanos.
Sus aseveraciones resultan por cierto inquietantes para cualquier persona mínimamente inclinada a los postulados de la sociedad abierta. Desafortunadamente, está en línea con los resurgimientos de los nefastos nacionalismos europeos de estos tiempos.
La emprendió contra la inmigración, especialmente contra los mexicanos, a quienes tildó de traficantes de drogas, violadores y criminales, al tiempo que aseguró que construirá un muro muy alto que hará financiar a los propios mexicanos.
No recuerda que él mismo desciende de inmigrantes y que la tradición estadounidense se basó en la generosidad de recibir extranjeros con los brazos abiertos, tal como se lee al pie de la Estatua de la Libertad en las conmovedoras palabras de Emma Lazarus y no tiene presente que, tal como lo demuestran sobradas estadísticas y sesudas consideraciones sobre el tema, en general los inmigrantes tienen un gran deseo de trabajar y muestran gran empeño en sus destinos laborales (muchas veces hacen faenas que los nativos rechazan), son disciplinados y tienen gran flexibilidad para ubicarse en muy distintas regiones y sus hijos (pocos habitualmente) revelan altos rendimientos en los centros de educación.
Es que fascistas como Trump no tienen en cuenta que las fronteras solo tienen sentido para fraccionar el poder y carece por completo de sentido clasificar la competencia de las personas según dónde hayan nacido y que todos deberían tener el derecho de trabajar donde sean contratados, libremente, sin restricción alguna. En verdad, el término moderno de “inmigración ilegal” constituye un insulto a la inteligencia. Solo deben ser bloqueados los delincuentes, pero no dirigidos a inmigrantes (si fuera el caso), ya que los hay también entre los locales de cualquier país.
Por otro lado, el impedir que ingresen inmigrantes debido a que pueden recurrir al lamentable Estado benefactor (una contradicción, porque la violencia no puede hacer benevolencia) y, por ende, acentuar los problemas fiscales del país receptor, constituye un argumento pueril, ya que esto se resuelve prohibiéndoles el uso de esos servicios, al tiempo que no se les requeriría aporte alguno para solventarlos, es decir, serían personas libres.
El clima de xenofobia que producen posiciones como las de Donald Trump se sustenta en una pésima concepción del significado de la cultura, puesto que mantiene que los de afuera contaminan la local. La cultura precisamente se forma de un constante proceso de entregas y recibos en cuanto a la lectura, la música, las vestimentas, la arquitectura y demás manifestaciones de la producción humana.
Además, la cultura es un concepto multidimensional: en una misma persona hay muy diversas manifestaciones y en la misma persona es cambiante (no es la misma estructura cultural la que tenemos hoy respecto a la que fue ayer).
También las declaraciones de este candidato presidencial adolecen de los basamentos del significado del mercado laboral. A pesar de la soberbia y la arrogancia que ponen de manifiesto sus declaraciones: cree que al ser empresario conoce bien el andamiaje económico (sucede lo mismo con banqueros que no tienen idea qué es el dinero o con profesionales del marketing que no saben qué es el mercado). No comprende que en un mercado abierto nunca existe desocupación involuntaria, la cual se produce debido a la intervención de los aparatos estatales en la estructura salarial y que las innovaciones tecnológicas y el librecambio liberan recursos humanos y materiales para que se asignen en nuevos proyectos.
En este sentido, Trump afirma que hay que librar batallas comerciales contra los chinos y los japoneses (en este último caso se queja de modo muy agresivo, al observar que no hay automóviles de fabricación estadounidense en Tokio y sandeces por el estilo que contradicen las más elementales razones económicas).
Con la petulancia que caracteriza a este mandamás de la construcción, sugiere que lo dejen a él construir carreteras y puentes y cuando aborda el tema de la llamada seguridad social, también desvaría, puesto que en lugar de modificar el sistema de reparto actuarialmente quebrado, dice que él pondrá la suficiente cantidad de dinero para eliminar los problemas que aquejan estas políticas y lo mismo hará con las políticas de salud.
Por último, destacó en sus declaraciones su intención de activar aun más el rol de los militares en acciones bélicas en el resto del mundo.
Es que se reitera la falacia de la indebida extrapolación: porque sea un buen operador de la construcción no significa que sepa de otras áreas, del mismo modo que cuando surge un buen deportista del fútbol y se le pide que opine de otros campos en los que no tiene el menor conocimiento. Albert Einstein consignaba: “Todos somos ignorantes, solo que en temas distintos”.
Hasta aquí los comentarios de Trump que preocupan tanto a personas responsables como el tres veces candidato a la presidencia estadounidense Ron Paul -lo considera un hombre “sumamente peligroso”- y a otros candidatos en la carrera presidencial como Marco Rubio y Ted Cruz. Asimismo afortunadamente hay muchos colegas empresarios que enfáticamente expresan su disconformidad con las bravuconadas de este comerciante millonario y el actual gobernador de Texas lo definió como “una mezcla tóxica de demagogia, mezquindad y absurdo”. Incluso Bill de Blasio, el alcalde de New York, acaba de anunciar que la ciudad no hará más negocios con su empresa de emprendimientos inmobiliarios.
Vale la pena ahora detenerse unos instantes en el significado del american way of life al efecto de protegerse -por contraste- de sujetos como el mencionado en esta nota periodística. Reproducción de pensamientos clave de figuras destacadas de Estados Unidos aclararán el punto sin necesidad de comentarios adicionales, pero que son para leer con especial atención.
James Wilson, uno de los firmantes de la Declaración de la Independencia, redactor del primer borrador de la Constitución y profesor de derecho en la Universidad de Pennsylvania, escribió: “En mi modesta opinión, el Gobierno se debe establecer para asegurar y extender el ejercicio de los derechos naturales de los miembros y todo Gobierno que no tiene eso en la mira como objeto principal no es un Gobierno legítimo” (“Of The Natural Rights of Individuales”, The Works of James Wilson, J. D. Andrews, ed., 1790/1896).
Thomas Jefferson, por su parte, aseveró: se necesita “un Gobierno frugal que restrinja a los hombres que se lesionen unos a otros y que, por lo demás, los deje libres para regular sus propios objetivos” (The Life and Selected Writings of Thomas Jefferson, A. Koch & W. Penden, eds., 1774-1826/1944).
El general George Washington afirmó: “Mi ardiente deseo es, y siempre ha sido, cumplir con todos nuestros compromisos en el exterior y en lo doméstico, pero mantener a los Estados Unidos fuera de todo conexión política con otros países” (A Letter to Patrick Henry and Other Writings, R. J. Rowding, ed., 1795/1954). En el mismo sentido, John Quincy Adams explicó: “América [del Norte] no va al extranjero en busca de monstruos para destruir. Desea la libertad y la independencia para todos. Es el campeón de las suyas. Recomienda esa causa general por el contenido de su voz y por la simpatía benigna de su ejemplo. Sabe bien que alistándose bajo otras banderas que no son la suya, aun tratándose de la causa de la independencia extranjera, se involucrará más allá de la posibilidad de salir de problemas, en todas las guerras de intrigas e intereses, de la codicia individual, de la envidia y de la ambición que asume y usurpa los ideales de libertad. Podrá se la directriz del mundo, pero no será más la directriz de su propio espíritu” (An Address Delivered On the Fourth of July, 1821).
James Madison ha consignado: “El Gobierno ha sido instituido para proteger la propiedad de todo tipo […] Este es el fin del Gobierno, solo un Gobierno es justo cuando imparcialmente asegura a todo hombre lo que es suyo” (“Property”, James Madison: Writings, J. Rakove, ed., 1792/1999).
Y respecto al proceso electoral se pronunció en primer lugar Jefferson al advertir: “Un despotismo electo no fue el Gobierno por el que luchamos” (Notes on Virginia, 1782), lo cual ha sido reiterado en diversas oportunidades y tiempos. Por ejemplo, Samuel Chase, juez de la Corte Suprema de Justicia, en uno de sus fallos puntualizó: “Hay ciertos principios vitales en nuestros Gobierno republicanos libres que determinan y prevalecen sobre un evidente y flagrante abuso del poder legislativo, como lo es autorizar una injusticia manifiesta mediante el derecho positivo, o quitar seguridad a la libertad personal, o a los bienes privados, para cuya protección se estableció el Gobierno. Un acto de la legislatura (ya que no puedo llamarla ley) contrario a los grandes principios […] no puede considerarse ejercicio legítimo de autoridad legislativa” (1798, Calder v. Bull) .Contemporáneamente también en un fallo de la Corte Suprema de Justicia se lee: “Nuestros derechos a la vida, a la libertad de culto y de reunión y otros derechos fundamentales no pueden subordinarse al voto, no dependen del resultado de ninguna elección” (1943, 319 US, 624).
Evidentemente, un cuadro de situación muy diferente a lo que viene ocurriendo en Estados Unidos, donde las regulaciones atropellan derechos de las personas, donde se decretan bailouts a empresarios irresponsables a costa de trabajadores que no cuentan con poder de lobby, donde la deuda gubernamental excede el cien por ciento del producto, donde el gasto público es sideral y, sobre todo, donde el Ejecutivo se ha convertido en una especie de gerente intruso que usurpa poderes en lugar de circunscribirse a la faena de guardián de derechos, a saber, las funciones específicas establecidas por una sociedad abierta que respeta antes que nada las autonomías individuales, tal como estipularon los padres fundadores de esa gran nación que hoy se está latinoamericanizando a pasos agigantados.
Leonard E. Read -el fundador en 1946 y primer presidente de la Foundation for Economic Education de New York- apuntó: “Hay sin embargo razones para lamentar que nosotros en América [del Norte] hayamos adoptado la palabra gobierno. Hemos recurrido a una palabra antigua con todas las connotaciones que tiene el gobernar, el mandar en un sentido amplio. El Gobierno con la intención de dirigir, controlar y guiar no es lo que realmente pretendimos. No pretendimos que nuestra institución de defensa común debiera gobernar, del mismo modo que no se pretende que el guardián de una fábrica actúe como el gerente general de la empresa” (Government: An Ideal Concept, 1954).