Personalmente no me gusta la expresión “héroe”, porque está manchada de patrioterismo y atribuida generalmente a personas que en realidad han puesto palos en la rueda en las vidas de su prójimo. Por otra parte, Juan Bautista Alberdi escribió en su autobiografía: “La patria es una palabra de guerra, no de libertad”, puesto que hay otras formas de expresarse menos pastosas para referirse al terruño de los padres.
El manoseo creciente de las palabras “héroe” y ”patria” ha hecho que se desfiguren y trastoquen. La primera, según el diccionario, es la “Persona que ha realizado una hazaña admirable para la que se requiere mucho valor”.
Me inspiró esta nota una parte de uno de los libros de John Stossel (No, They Can´t), preocupado porque la mayoría de la gente relaciona a los héroes con políticos y militares. El autor aclara que esos en general han manipulado vidas y haciendas ajenas, por lo que para él los verdaderos héroes son pioneros y empresarios creativos y los intelectuales de la libertad, que han contribuido enormemente a mejorar la vida de todos.
Señalo que esto que apunta Stossel tiene una larga tradición que descubrí que comienza de manera sistemática con el decimonónico Herbert Spencer en su libro titulado El exceso de legislación. En esta obra, Spencer despotrica muy fundadamente contra los aparatos estatales que destrozan autonomías individuales y subraya la arrogancia de gobernantes, a pesar de que: “Todos los días registra la crónica algún fracaso, todos los días reaparece la idea de que no hace falta más que una ley del Parlamento y una tropa de empleados para llevar a cabo un fin cualquiera apetecido”. Agrega: “Siempre he estado predicando el desengaño: no pongáis vuestra confianza en la legislación”.
En esta dirección, Spencer subraya: “La iniciativa privada ha hecho mucho, y lo ha hecho bien. La iniciativa privada ha roturado, desecado y fertilizado el país y edificado ciudades, ha excavado minas, tendido vías de comunicación, abierto canales y establecido ferrocarriles; ha inventado y llevado a perfección arados, telares, máquinas de vapor, prensas de imprimir e innumerables máquinas; ha construido nuestros buques, nuestras vastas manufacturas, nuestros muelles; ha establecido bancos, sociedades de seguros y periódicos; ha cubierto el mar con líneas de vapores y la tierra de telégrafos eléctricos. La iniciativa privada es la que ha traído a la altura en que al presente se encuentran la agricultura, la industria y el comercio y las está desenvolviendo con creciente rapidez”.
Por no decir nada de la medicina, que ha estirado la expectativa de vida de modo notable y tantos descubrimientos e iniciativas resultado de tecnologías que en la época de Spencer sonarían a magia imposible. En este contexto, la mayor parte de las veces los aparatos estatales teóricamente encargados de velar por la justicia y la seguridad se convierten en un implacable Leviatán que todo lo destruye a su paso.
La antedicha tradición spencerina fue retomada por Alberdi, quien en el tomo octavo de sus Obras completas concluye: “Si recordamos, dice Herbert Spencer, que toda la historia está llena de los hechos y gestos de los reyes, en tanto que los fenómenos de la organización industrial, visibles ellos son, no han logrado sino recientemente atraer un poco de atención; si recordamos que todas las miradas y pensamientos se dirigen a las acciones de los que gobiernan, que nadie hasta estos últimos tiempos tenía ojos ni pensamientos para los fenómenos vitales de cooperación espontánea a los cuales deben las naciones su vida, su crecimiento y progreso”.
Los usos reiterados del héroe y la patria afloran en obras que encierran el germen de la destrucción de las libertades individuales, como el “superhombre” y “la voluntad de poder” de Nietzsche o “el héroe” de Thomas Carlyle. Este último, en su célebre conferencia en Londres del 22 de mayo de 1840, estimó: “Puede reconocerse como el más importante entre los grandes hombres aquel a cuya voluntad o voluntades deben someterse los demás […] es resumen de todas las figuras del heroísmo […] toda dignidad terrena y espiritual que se supone reside para mandar sobre nosotros, enseñarnos continua y prácticamente, indicarnos qué tenemos que hacer día tras día, hora tras hora”.
Difícil resulta concebir una visión más cavernaria, de más baja estofa, de mayor renunciamiento a la condición humana y de mayor énfasis y vehemencia para que se aniquile y disuelva la propia personalidad en manos de forajidos, energúmenos y megalómanos, que, azuzados por poderes omnímodos, se arrogan la facultad de manejar vidas y haciendas ajenas, siempre en el contexto de cánticos sobre patriotas y héroes.
Este tipo de razonamientos y propuestas inauditas son los que dieron pie a los Hitler de nuestra época. De las ideas de Carlyle, esto dice Ernst Cassirer, el filósofo político, autor de numerosas obras, ex rector de la Universidad de Hamburgo y profesor en Oxford, Yale y Columbia: “Los primeros indicios del misticismo racial”, “Una defensa abierta al militarismo prusiano” y “La divinización de los caudillos políticos y una identificación del poder con el derecho”. Por su parte, Jorge Luis Borges consigna en su prólogo a la obra que reúne seis conferencias de Thomas Carlyle sobre la heroicidad: “Los contemporáneos no lo entendieron, pero ahora cabe una sola y muy divulgada palabra: nazismo […] [Él] escribió que la democracia es la desesperación de no encontrar héroes que nos dirijan […], abominó de la abolición de la esclavitud […], declaró que un judío torturado era preferible a un judío millonario”.
La manía del héroe y el líder indefectiblemente conducen a la prepotencia, al abuso de poder y, finalmente, al cadalso en nombre de la patria. Por eso resulta tan pernicioso que se les enseñe a estudiantes la historia como una narración bélica con elogios y salvas para la guerra y los guerreros, cuando no deben memorizar los pertrechos de cada bando sin entender el porqué de tanta trifulca. Lamentablemente, es cierto que la historia está colmada de hechos violentos, pero enseñarla como algo glorioso, un hito y algo que debe ser venerado y objeto de admiración resulta sumamente destructivo y una buena receta para perpetuar y acentuar el mal.
Cada uno debe constituirse en líder de sí mismo. Los caudillos y los tiranuelos que son aclamados como líderes no hacen más que expropiar lo más preciado que posee el ser humano, que es el uso de su libre albedrío para la administración de su propio destino al realizar sus potencialidades únicas e irrepetibles. Dice la primera acepción de “héroe” en el Diccionario… de la Real Academia Española: “Entre los antiguos paganos, el que creía haber nacido de un dios o una diosa y de una persona humana, por lo cual le reputaban más que hombre y menos que dios”. Si bien es cierto que hay otras acepciones, como la que consignamos más arriba, la expresión de marras está teñida de un pesado tufillo a guerra, sangre, batalla, violencia y ferocidad.
Pero, en todo caso, si se insiste en recurrir a la expresión “héroe”, debería aplicarse a personas excepcionales, como Ana Frank, Sophie Scholl, Sor Juana Inés de la Cruz, Lucretia Mott, Voltairine de Cleyre, Rose Wilder Lane, Mary Wollstonecraft, Germaine de Staël, Isabel Paterson, Hannah Arendt, Taylor Caldwell, Mariquita Sánchez de Thompson, Victoria Ocampo, Alicia Jurado, Anna Politkovskaya, Edith Stein, Ayn Rand o Mallory Cross Johnson, sólo para citar unos pocos nombres del mal llamado sexo débil que han dado extraordinarios ejemplos de fortaleza y coraje moral frente a cualquier signo de autoritarismo. Agrego el nombre de una joven que hoy vive en la isla-cárcel cubana desde donde se debate con una perseverancia arrolladora: Yoani Sánchez (cuando la revista Time la incluyó entre las cien personas más influyentes y apareció bajo el subtítulo de “héroes y pioneros”, ella escribió que prefiere “la simple categoría de ciudadana”).
El día en que en las plazas aparezcan las efigies de estas personalidades, podremos conjeturar que el mundo va en buena dirección, ya que, como tituló uno de sus libros Jerzy Kosinski: No Third Path.
En esta misma línea de mantener la brújula firme y los principios en alto, Albert Camus escribe en la introducción de El hombre rebelde: “No siendo nada verdadero ni falso, bueno ni malo, la regla consistirá en mostrarse más eficaz, es decir, el más fuerte. Entonces el mundo no se dividirá ya en justos e injustos, sino en amos y esclavos”.
Las inmundicias de los Stalin, Pol Pot, Mao, Hitler y Mussolini de este planeta son consecuencia de las alabanzas al “hombre fuerte” en el poder, el carismático. Para ellos se tejen todo tipo de cánticos que rebalsan en referencias a lo heroico y grandioso a cuales les siguen personajes detestables tales como los Perón, Trujillo, Stroessner, Pérez Jiménez, Somoza y Rojas Pinilla que, si los dejan, se ponen a la altura o incluso superan en saña a sus maestros. En esta instancia del proceso de evolución cultural sólo hay opción entre la democracia y la dictadura, no importa de qué signo sea. Estas están siempre paridas de libros, artículos y conferencias que ensalzan al héroe como el mandamás de las multitudes.
Transcribo una anécdota horripilante de Paul Johnson en Commentary de abril de 1984 en la que relata uno de los casos en que se trata como héroe a un canalla: “En las Naciones Unidas en ocasión de la visita oficial de Idi Amin, presidente de Uganda, el primero de octubre de 1975. Para esa fecha ya era un notorio asesino serial de una crueldad indescriptible; no solo había liquidado personalmente algunas de sus víctimas, sino que las desmembraba y preservaba partes de las anatomías para consumo futuro: el primer caníbal con refrigerador […] A pesar de ello, fue electo presidente de la Organización para la Unidad Africana y, en esa capacidad, fue invitado a dirigirse a la Asamblea General de las Naciones Unidas. Su discurso fue una denuncia a lo que denominó ‘la conspiración zionista-nortemericana contra el mundo ‘y demandó no sólo la expulsión de Israel de las Naciones Unidas, sino su extinción […] La Asamblea le brindó una ovación de pie cuando llegó, lo aplaudieron periódicamente en el transcurso de su discurso y, nuevamente, se pusieron de pie cuando dejó el recinto. Al día siguiente, el secretario general de la Asamblea [Kurt Waldheim] le ofreció una comida en su honor”.
Como he escrito antes, resulta que en medio de los debates para limitar y, si fuera posible, eliminar las acciones extremas que ocurren en lo que de por sí ya es la maldición de una guerra, como los denominados “daños colaterales”, aparece la justificación de la tortura por parte de Gobiernos considerados baluartes del mundo libre. Ya sea a través del establecimiento de zonas fuera de sus territorios para tales propósitos o expresamente delegando la tortura en terceros países, con lo que se retrocede al salvajismo más brutal.
También en la actualidad se recurre a las figuras de “testigo material” y de “enemigo combatiente” para obviar las disposiciones de las Convenciones de Ginebra. Según el juez estadounidense Andrew Napolitano, el primer caso se traduce en una vil táctica gubernamental para encarcelar a personas a quienes no se les ha probado nada, pero que son detenidas según el criterio de algún funcionario del Poder Ejecutivo y, en el segundo caso, nos explica que, al efecto de despojar a personas de sus derechos constitucionales, se recurre a un subterfugio también ilegal que elude de manera burda las expresas resoluciones de las antes mencionadas convenciones que se aplican tanto para los prisioneros de ejércitos regulares como para los combatientes que no pertenecen a una nación.
Termino con un pensamiento referido al proceso electoral para elegir Gobiernos que, si se toma con cuidado y responsabilidad, entre otras muchas cosas, puede modificarse la noción errada del héroe. Y no es con cuidado y responsabilidad que se encara la elección si de entrada afloran tremendas confusiones en el uso del lenguaje. La semana pasada Luis Alberto Lacalle —el ex presidente de Uruguay— muy atinadamente me dijo que resultaba un disparate aludir al recinto donde se vota como “cuarto oscuro”, puesto que naturalmente en esas condiciones no se puede ver nada, por lo que es un pésimo comienzo para elegir bien. Se trata del cuarto secreto, como dicen los uruguayos.