Antes he escrito a raíz del libro de Thomas Piketty sobre las estructuras de capital en este siglo que corre y también sobre otro de sus libros que alude a las desigualdades. Dejo de lado las enormes y acaloradas controversias estadísticas que suscitaron las expuestas en el primer libro mencionado, principalmente desarrolladas, explicadas y severamente criticadas por Jean-Philippe Delsol, Hunter Lewis, Rachel Black, Anthony de Jasay, Robert T. Murphy, Daniel Biery y Louis Woodhill.
En esta nota periodística circunscribo mi atención a dos aspectos cruciales. En primer lugar, es importante subrayar que en un mercado abierto las desigualdades de ingresos corresponden a las preferencias de los consumidores. Si el oferente da en la tecla respecto a los gustos y las necesidades de sus congéneres, obtendrá ganancias y si yerra, incurrirá en quebrantos. Por esto es que la llamada redistribución de ingresos se traduce inexorablemente en consumo de capital, puesto que la correspondiente asignación de los siempre escasos factores de producción se destina a campos distintos de los preferidos por la gente. Redistribuir significa volver a distribuir por la fuerza lo que pacíficamente ya habían distribuido los consumidores en el supermercado y afines.
Entonces, el delta o el diferencial de ingresos es simplemente lo que el público consumidor decide a través del plebiscito diario del mercado con sus compras y sus abstenciones de comprar. Es del todo contraproducente que los políticos prefieran la situación donde el diferencial sea menor con ingresos también menores para todos respecto a la situación en la que el delta es más grande, pero los ingresos de todos resultan mayores. La envidia y la demagogia empujan a la primera de las situaciones descritas, en perjuicio de todos, especialmente de los más necesitados. Lo importante es que el promedio ponderado se eleve.
El segundo punto se refiere a las desigualdades de patrimonios. Para ello cabe el mismo razonamiento, con el agregado de que los que se ubican en la cumbre de la escala son los mayores aportantes de la inversión total, lo cual es condición necesaria para que los ubicados en el nivel más bajo vean incrementar sus ingresos, puesto que las tasas de capitalización son la única causa de aquellos incrementos.
A los efectos de lo que aquí decimos, no resultan relevantes las controversias antes mencionadas en cuanto a los errores (y, en algunos caso, horrores) estadísticos. Sin duda que son importantes para ilustrar bien lo ocurrido, pero, como queda dicho, no modifican las conclusiones de lo que sucede en un mercado abierto y competitivo. Cualquiera sea el resultado sobre las desigualdades, es lo que demanda la gente, que siempre recibe a cambio de su dinero valores que estima mayores a lo entregado a cambio (de lo contrario, no hubiera realizado la transacción).
Y desde luego que no es que los que están en el pico de la pirámide se llevan la riqueza a Marte, constituyen el motor principal del progreso de los que al momento son marginales. Es del todo incorrecto presentar las correspondientes transacciones como compatibles con la suma cero, es decir, como si lo que tienen unos es debido a que otros son despojados de lo que les pertenece. La riqueza es un concepto dinámico, el valor total está en permanente movimiento. No sólo no son los mismos los que están en los diversos niveles de la pirámide, sino que, como decimos, el valor total se incrementa en sociedades libres.
Si seguimos el principio de Antoine Lavoisier en cuanto a que nada se crea, nada se pierde, todo se transforma, debemos enfatizar en que el tema de la riqueza no alude a la cuantía de lo material, sino al valor. Como hemos ilustrado en otra ocasión: el teléfono antiguo tenía mucho más materia que el moderno, sin embargo este último ofrece muchísimos más servicios. La materia del globo terráqueo en la antigüedad era la misma que la actual, sin embargo la riqueza hoy es infinitamente superior a la de antaño, cuando la expectativa de vida era de corta edad, la medicina no podía enfrentar las dolencias comunes y las hambrunas eran moneda corriente en todos lados.
Muchos han sido los cálculos sobre los escasos centavos de aumento que resultarían de dividir entre la población los patrimonios de los más ricos en comparación con la formidable pérdida de ingresos, debido a que la usina inversionista desaparece al arrancar recursos de aquellos que la gente consideraba más eficiente para administrarlos.
En consecuencia, el coeficiente de Gini, que muestra la dispersión o la concentración de ingresos, no nos dice nada respecto a la inconveniencia de esa dispersión que al ser decidida por la gente es necesariamente conveniente; de modo que no resulta irrevocable, sino que cambia a media que se transforman los gustos y la calidad del servicio que se estima que proveen los distintos oferentes.
Por supuesto que si no tiene lugar el mercado abierto y no se aplican marcos institucionales que respeten los derechos de las personas y, en su lugar, existen alianzas entre supuestos empresarios y el poder político, en ese caso las diferencias de ingresos y patrimonios resultantes es consecuencia de la injusticia y la explotación. Tal es la situación, en gran medida, en el denominado mundo libre (en Estados Unidos este proceso inicuo se ha intensificado a través de los bailouts, por los que se subsidia a empresarios irresponsables e ineptos con los recursos de los trabajadores que no tienen poder de lobby). Debemos diferenciar claramente lo que son servicios en el ámbito del mercado libre de lo que son robos vía los acuerdos con el poder político, que en sus resultados no son distintos de los asaltantes de bancos.
Peor aun si cabe, es el escandaloso robo de bienes públicos perpetrado por muchos gobernantes lo que marca diferencias colosales de ingresos y patrimonios respecto a los de los gobernados, todo lo cual también significa deltas que son fruto de reiterados latrocinios que colocan a estos sátrapas en los lugares de las mayores fortunas del orbe y, paradójicamente, son los que más declaman sobre la necesidad de nivelar, con lo que la hipocresía resulta superlativa.
Básicamente, como consecuencia de la difusión de recientes estadísticas sobre porcentajes de riqueza que se estima concentrada en pocas manos —no siempre verídicas, como hemos apuntado—, se ha vuelto a la carga con la manía de la guillotina horizontal, es decir, con la manía del igualitarismo. Y una de las herramientas que se consideran más efectivas para tal fin (relanzadas por Piketty) es el impuesto progresivo (cuyo máximo difusor es hoy el candidato presidencial en Estados Unidos Bernie Sanders).
Como es sabido, el impuesto proporcional significa que se mantiene la alícuota en todas las escalas de ingresos y patrimonios o en todos los niveles de gastos, lo cual se traduce en que los que ponen de manifiesto capacidades contributivas mayores pagan mayores tributos respecto a los de menor capacidad contributiva. Por su parte, el impuesto progresivo, como su nombre lo indica, significa que la alícuota progresa en la medida en que progresa la capacidad contributiva, sea esta directa o indirecta.
Pues los efectos más contundentes de la progresividad fiscal son, primero, la alteración de las posiciones patrimoniales relativas, lo que implica que las ubicaciones que la gente votó en el mercado de acuerdo con las preferencias de cada cual son contradichas por el referido gravamen. Esto significa, a su vez, derroche de capital.
Segundo, el impuesto progresivo atenta contra la necesaria movilidad social, ya que introduce vallas en el ascenso en la pirámide patrimonial. Tercero, este tipo de carga fiscal constituye un castigo para los más eficientes, situación que contradice la idea de que se debe alentar la mayor eficiencia. Cuarto, el impuesto progresivo es en realidad regresivo, ya que afecta los ingresos de los que menos tienen, puesto que se compromete la inversión de los más pudientes. Quinto, este impuesto resulta un privilegio para los ricos que se colocaron en el vértice de la pirámide patrimonial antes de la implementación del gravamen, quienes cuentan con una ventaja respecto a los actores sucesivos.
Por tanto, cuando se habla de posiciones porcentuales en cuanto a ingresos o patrimonios, se debe tener en cuenta que lo trascendente son los valores absolutos de estos guarismos, a los efectos de percatarnos de las mejoras en todas las escalas cuando se opera en una sociedad abierta.
La propiedad es una noción jurídica, mientras que el patrimonio es una noción económica que responde a las valorizaciones de la gente. En la medida en que exista libertad y respeto a valores jurídicos elementales, tiene lugar menor pobreza relativa y los mejores niveles de vida de los habitantes que se desenvuelven en los países en donde más se dan aquellas condiciones. Incluso, como es sabido, hay países que cuentan con grandiosas reservas de recursos naturales (como en África) y, sin embargo, sus habitantes son muy pobres, mientras que otros sin recursos naturales ofrecen a sus ciudadanos condiciones de vida de gran confort (como es el caso de Japón, que es un cascote donde sólo el veinte por ciento es habitable).
La institución de la propiedad privada resulta esencial para asignar recursos eficientemente. Como las necesidades son ilimitadas y los recursos para atenderlas son limitados, la asignación de derechos de propiedad es indispensable, puesto que “la tragedia de los comunes” (lo que es de todos no es de nadie) se produce debido a que los incentivos para mantener y producir son nulos.
Como una nota a pie de página consigno que Claude Robinson, en su libro Understanding Profits, muestra que la distribución promedio de las cien empresas estadounidenses de mayor facturación en el año en que ese autor tomó la muestra se presentaba de la siguiente manera: del 100% del producto de las ventas, el 43% iba a sufragar costos de producción directos que incluían publicidad, el 2,7% para amortizaciones, el 0,3% para intereses y otras cargas financieras, el 7,1% para impuestos, el 40,5% para sueldos de empleados, el 4% para dividendos y honorarios de directores y el 2,4% para reinversiones.