Por: Alberto Fernández
Es difícil analizar desapasionadamente en esta Argentina colmada de fanatismos. Aquí todo parece haberse vuelto absoluto y los matices parecen haberse disuelto en el blanco o en el negro de los extremos. Los espacios para la reflexión cedieron terreno al punto que el análisis crítico parece fenecer frente al “país idílico” del que habla el gobierno o ante el “país caótico” del que hablan los opositores.
No es fácil reflexionar sobre la “Década K” en ese contexto. Uno debe escapar el exitismo de los que ven en ella una “década ganada” y de la irascibilidad de los que observan en esos años una decadencia que tampoco tiene la dimensión con que la presentan.
Hablar de “la década” es una simplificación de la historia que a todos conviene pero que no dice la verdad. Conviene al gobierno decir que todo es lo mismo porque de ese modo, apropiándose del mejor tiempo, atempera las falencias que hoy exhibe. Conviene a la oposición para que nadie recuerde un tiempo feliz al que ellos no sólo fueron ajenos sino que también se enfrentaron.
En diez años hubo dos lustros. En el primero, aquél que tuvo a Kirchner como Presidente, el país recompuso su economía en un marco de estabilidad monetaria y superávit fiscal, permitió la inclusión social de millones de argentinos, enjuició a los genocidas, logró instaurar una Corte Suprema de Justicia prestigiosa y recuperó un lugar en el concierto de las naciones después de haber quedado aislada como consecuencia del default de nuestra deuda pública.
El segundo lustro, el que tuvo a Cristina de Presidenta, las cosas fueron muy distintas. La construcción de un relato épico fundado básicamente en lo que se había hecho en los años anteriores, pretendió ocultar un formidable deterioro económico e institucional. Así, Argentina aminoró su crecimiento en un marco de inflación, aumento del gasto público, deterioro fiscal, pérdida de reservas y depreciación de la moneda. Mientras el consumo se aquietaba y la competitividad entraba en crisis, el gobierno también acotó derechos (medidas cautelares) y condicionó el libre funcionamiento judicial.
En los primeros cinco años, el país creció a un ritmo promedio del 9% anual. En los segundos, ese crecimiento se redujo al 5%. En los primeros cinco años, las reservas monetarias crecieron cinco veces. En los años de Cristina, se perdió la quinta parte de las reservas acumuladas. En los primeros cinco años, el superávit fiscal promedió el 3%. En la segunda mitad de la década el superávit fiscal se redujo al 1% promedio y en la actualidad el 3% indica el nivel de déficit de las cuentas públicas. En los primeros cinco años, se crearon mas de cuatro millones de puestos de trabajo. En los segundos, sólo quinientos mil y muchos de ellos se han perdido en el último tiempo.
En los primeros cinco años la pobreza se redujo del 57% al 23%. En los segundos, aumentó del 23% al 30%. En los primeros cinco años los que trabajaban no tributaban impuestos sobre el salario. En los segundos sí. En los primeros cinco años se produjo el fin de la “mayoría automática” y se estableció una Corte Suprema digna. En los segundos, se atacó a los miembros de ese Tribunal y se busca ahora “disciplinar” a todos los jueces bajo el alegado pretexto de “democratizar” a la Justicia.
En los primeros cinco años no hubo Ley Antiterrorista ni impunidad para Irán en su responsabilidad por el atentado a la AMIA. En los segundos ambas cosas ocurrieron.
En los primeros cinco años, no existía El Argentino, Tiempo Argentino ni CN23, Cristóbal López no era un empresario de medios y Víctor Hugo Morales era un severo fustigador de las políticas del gobierno. En la segunda mitad de la década, Spolsky creó aquellos medios, Cristóbal López compró un mulitmedios y Víctor Hugo Morales devino en vocero oficial del “cristinismo”.
En los primeros cinco años, en la Televisión Pública no existía “6-7-8”. En el segundo lustro sí. En los primeros cinco años “Carta Abierta” no existía y sólo resonaban voces aisladas de intelectuales que expresaban miradas “criticas” del gobierno. Con Cristina en el poder, muchos de esos intelectuales se nuclearon en “Carta Abierta” para acabar ofreciendo el “sostén intelectual” que hoy justifica los errores y hasta los abusos oficiales.
A pesar de todo lo dicho, los años de Cristina dejaron algunos saldos positivos. La estatización de los fondos de pensión en un momento en que el sistema afrontaba condiciones absolutamente críticas, la universalización de la asignación por hijo cuando la crisis del 2009 atacó a los sectores más carenciados, el acompañamiento a proyectos opositores que permitieron legalizar el matrimonio igualitario, la identidad de género o la muerte digna, son tal vez, lo mas elogiable de ese lapso.
Solía decirle a Kirchner que nuestros mejores años fueron aquellos en los que nos sentíamos débiles. Eran años en que convocábamos a los otros, aceptábamos diferencias y soportábamos las críticas. En ese tiempo reconstruimos la Corte, pusimos fin a la impunidad genocida y hasta salimos del default con una economía pujante.
Cuando el poder se consolidó, el kirchnerismo paulatinamente engendró a sus propios “jacobinos”, dueños conceptuales de una supuesta “revolución” de la que dicen ser sus mejores “defensores”. Como gendarmes implacables del “modelo”, persiguen, juzgan y sancionan socialmente a todo el que difiere con su visión “redentora”.
Muchos han sentido fortaleza en esa realidad sin darse cuenta que, cuando los jacobinos asoman, sólo dejan al descubierto la impotencia de ese proceso político al que estiman poderoso. La “Década K” no culmina del mejor modo. Muchos de los que la iniciamos hoy estamos alejados de esta realidad en la que ha devenido nuestro sueño del 2003. Es llamativo ver cómo algunos advenedizos que entonces nos criticaban o hasta confrontaban con nosotros hoy se exhiben como voceros de una “revolución” que sólo asoma en los discursos presidenciales, deambula como fantasmas en sus cabezas y acaba por desvanecerse en la realidad de los hechos.
Una economía muy inestable en donde la inversión privada prácticamente ha desaparecido, un mercado laboral que no encuentra nuevas fuentes de trabajo y precariza el empleo existente, un deterioro social evidente, un avance intolerable del poder político sobre una justicia que acumula denuncias contra funcionarios públicos y un silencio incomprensible ante resonantes imputaciones de corrupción, son las expresiones más palpables de un proceso que estaba llamado a ser un punto de inflexión en la política nacional y parece querer convertirse en una decepción colectiva más. Un relato que pintó con épica una política sin rumbo y que acabó por instaurar una nueva forma de culto al personalismo, terminan por conformar ese cuadro tan desalentador.
No sé cuál de los dos lustros recordará la historia. Pero tal vez sirva lo dicho para rescatar aciertos y corregir errores de un tiempo difícil para los argentinos. Porque al fin y al cabo, ya no hace falta volver a fundar Argentina. Sólo es necesario seguir en el camino de la legalidad, sin olvidar experiencias. Para repetirlas o no, según convenga al interés colectivo.