Negar la estrecha relación entre emisión monetaria e inflación ya no resulta razonable. Los dirigentes y los economistas lo saben cabalmente. Sin embargo, la política contemporánea prefiere brindar una infantil e incorrecta descripción del problema.
Esto no es casualidad. El oficialismo no está dispuesto a dejar de emitir irresponsablemente porque ello implicaría reducir el gasto estatal con todo lo que conlleva esa determinación. Los políticos no desean hablar de ajuste. Temen por las consecuencias electorales que se derivan de ese término. Después de todo, son ellos los que se han ocupado con perseverancia de engordar el aparato estatal durante años. Desarmar ese engendro significaría, para su concepción de la política, una absoluta calamidad.
Su estrategia es buscar responsables fuera de su entorno, culpando a los especuladores, comerciantes y empresarios, formadores de precios, para luego fabricar la ficción de una verosímil conspiración que pretende sacarlos del poder. Sus intelectuales y técnicos se ocupan de darle contenido a la gran mentira, manoseando números, aportando rebuscados razonamientos y manipulando hechos aislados que hagan posible su interpretación.
Instigan a la ciudadanía para que ataque a los supuestos culpables, con escraches y campañas de hostigamiento que erosionen el prestigio de las empresas hasta el punto de personalizar el embate señalando a los enemigos públicos como si fueran los verdaderos generadores de inflación. Ellos saben que no es cierto, lo que los convierte además en cínicos.
Si por un momento se aceptara su disparatada versión y la inflación fuera realmente engendrada por otros y no por la insensata emisión de moneda que ellos mismos instrumentan cotidianamente, cabría reclamarles entonces una decisión que resultaría tan simple como efectiva para resolver las dificultades del planeta. Si la emisión monetaria NO explica la inflación pues entonces podrían crear dinero ilimitado para todos, repartiendo millones entre los ciudadanos y así acabar definitivamente con la pobreza.
En ese mundo de ilusión, se podría dejar de trabajar y dedicar todo el tiempo al ocio, ya que el dinero fluiría mágicamente desde las arcas del Banco Central hacia las personas, sin esfuerzo alguno. Todos serían ricos. Pero en realidad no lo hacen porque la emisión genera inflación y ellos lo saben. Este lineal razonamiento refuta cualquiera de sus retorcidas teorías.
No es que ellos deseen convivir con la inflación. Es solo su daño colateral. En realidad no están preparados para dejar de emitir porque no conocen otra forma de hacer las cosas que gastar mucho, siempre con dinero ajeno. Les fascina repartir recursos. Es su especialidad. Hacer lo difícil no les sale, porque supone sacrificio, honestidad e inteligencia y tienen poco de eso.
Pero nada de esto se puede implementar sin la connivencia de otros actores. Por un lado, los opositores piensan demasiado parecido, por eso no proponen abiertamente la extinción de la herramienta emisora de dinero. Pero existe un cómplice necesario e imprescindible para que esto ocurra y es la expresa participación de una sociedad que se presta a este juego sin darse cuenta que es la que siempre paga los platos rotos.
A algunos les resulta más fácil ignorar las verdaderas causas de los problemas que enfrentarlas. Evadirse de la realidad es un mecanismo habitual, más aun cuando comprender el fondo de la cuestión implica admitir responsabilidades propias. No es fácil abandonar el aparente confort del presente para dedicarse a una nueva construcción más sensata, que requiere de un trabajo lento y sacrificado que incluye elevados costos.
La clase política conoce esta dinámica al detalle y con gran hipocresía la aprovecha. Lo hace a sabiendas, asumiendo que es el único modo que conoce de hacer política, llegar al poder y disfrutarlo. Los políticos prefieren hacerse los distraídos. Lo que preocupa es que la gente sea funcional a la mentira y se deje engañar ya no por falta de explicaciones, sino porque el diagnóstico ofrecido importa hacerse cargo y obrar en consecuencia.
A estas alturas ya no es ignorancia sino solo el deseo de vivir una fantasía. Hasta que la sociedad no exija que el Estado deje de gastar mucho y mal, los gobiernos seguirán recurriendo al saqueo sistemático vía impuestos, quedándose con una parte del esfuerzo de los individuos, endeudándose y apelando a la máquina de fabricar dinero para cubrir sus despilfarros.
Es la sociedad la que debe salir de este círculo vicioso. Para eso será necesario ocuparse en serio de resolver las causas profundas exhortando a los políticos para que hagan lo necesario y así abandonar de una vez por todas, el capricho de embestir los síntomas.