Por: Alberto Valdez
La reacción de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner ante el duro revés electoral en las PASO vuelve a poner en el centro de la escena los temores por la gobernabilidad y una transición ordenada hacia 2015. El 5 de agosto anticipamos desde esta columna que “quizás el escenario más probable que puede empezar a conformarse tenga que ver más con el fin de ciclo por falta de poder político. Incluso, hasta se habla de un resultado electoral que golpee a CFK pero que a su vez no surja ninguna alternativa competitiva”.
Evidentemente el golpe fue duro y la lectura de la jefa de Estado previsiblemente radicalizada aunque la incertidumbre es mayor y surgen interrogantes sobre el mediano plazo que preocupan por igual a oficialistas, opositores, empresarios y sindicalistas. Lo que más dudas provocan es cómo gobernará CFK con la sangría de poder que sufrió en las urnas. “Ni un paso atrás”, parece ser el slogan para este escenario con sólo el 27 por ciento de los votos. No será fácil para el kirchnerismo gestionar como si nada hubiera ocurrido porque ya no hay margen para el “vamos por todo”.
Claro que la presidenta no tendría ningún inconveniente si aceptara que es un “pato rengo” y su mandato constitucional termina el 10 de diciembre de 2015. Ni un día antes ni uno después. Pero lamentablemente no parece estar disponible el escenario de la transición ordenada en medio de un fin de ciclo que anticipa además un cambio de régimen. La administración K no acepta esas reglas de juego a partir de su fuerte adhesión a los ideólogos del populismo y su desprecio a la democracia liberal que establece la Constitución. Ernesto Laclau plantea consensos alternativos por medios no convencionales como la relación del pueblo con su líder.
Más allá del debate entre populistas y liberales, conviene tener en cuenta que esa construcción del kirchnerismo se hace insostenible cuando se pierden elecciones. La ciencia política clásica recurre al concepto de legitimidad como elemento central para construir consenso y gobernabilidad. Nada más ni nada menos que obtener obediencia de la comunidad en base a un contrato mutuo. Precisamente, en la Argentina de estos días se percibe una crisis para aceptar la autoridad vigente en función de sus excesos a la hora de gobernar.
El mecanismo de mando y obediencia, que tanto obsesionaba a Max Weber y fascina a los populismos, debe estar regido por la legitimidad en base a quien gobierna y a los que aceptan ser conducidos. Ese “contrato social” se basa esencialmente en la legitimidad de origen (limpieza en las elecciones y legalidad del acceso al poder) y en la de ejercicio (acá aparece muy fuerte el estilo de gobierno y la aceptación de los límites al poder). Tradicionalmente los populismo descreen de esta mirada y el kircherismo no es la excepción. Pero son conceptos vigentes, más allá de las normas.
Luego de su triunfo electoral en 2011 la gestión de CFK profundizó un estilo de gobierno muy radicalizado que incluyó decisiones polémicas como el cepo cambiario o la estatización de YPF que no habían sido debatidas en la campaña electoral. A medida que se profundizó el “vamos por todo” comenzaron los cacerolazos de septiembre y noviembre de 2012 y abril de este año. Ergo: el gobierno de Cristina ya no tenía legitimidad de ejercicio y ese estado de ánimo que se percibía en los grandes centros urbanos se extendió al resto del país con una fuerte derrota en las PASO.
El diagnóstico es mucho más simple de lo que parece pero en la Casa Rosada no lo van a aceptar y ahí surge el problema central. En las últimas horas comienza a bajar de las usinas oficialistas una nueva teoría de la conspiración basada en el supuesto deseo de “sectores del empresariado y la política” que están dispuestos a impedir que Cristina termine su mandato en 2015. Argumentan este análisis de la realidad en el informe periodístico de Jorge Lanata del domingo y en la voluntad de la oposición parlamentaria para pelear por la presidencia de la Cámara de Diputados.
La propia jefa de Estado dio a entender el miércoles pasado desde Teconópolis que se las corporaciones estarían preparando un “golpe duhaldista” para implementar una megadevaluación que pondría fin al supuesto “Welfare State” que el oficialismo se jacta de haber creado durante esta década. Aparentemente esta visión inquietante se está extendiendo en el kirchnerismo y es avalada por muchos. Los escépticos son pocos pero con discreción plantean sus preocupaciones frente a lo que se viene.
Dicen que en el entorno presidencial no aceptarán que CFK perdió legitimidad y además se muestran más radicalizados que antes de las PASO. Adhieren fervientemente a la teoría conspirativa y consideran que se debe pelear ahora por la irreversibilidad del modelo. Poco control de daños, menos reflexión de la coyuntura y casi nada de preocupación por las crecientes debilidades que se perciben en la economía real. Con esta percepción va a ser muy difícil que se negocie una transición ordenada.
Sobre todo porque no hay ningún elemento concreto para sostener que sectores políticos estén interesados en acelerar la salida anticipada de la jefa de Estado. Todo lo contrario. Con más o menos apego a las normas constitucionales, la mayoría de los eventuales aspirantes a la Casa Rosada quieren que ella se vaya en 2015 porque saben que si hipotéticamente alguien debe hacerse cargo ahora le explotará la bomba. Y ese artefacto explosivo está conectado al tipo de cambio y la dramática caída de las reservas del BCRA.
Todo parece indicar que el panorama no luce muy alentador. En el Ministerio de Economía dicen que sólo se puede llegar a mayo de 2014 sin devaluar y Miguel Galuccio, titular de YPF, teme que CFK, ante un fallo negativo de la Corte de Apelaciones de Nueva York, decida incumplirlo y aislarse definitivamente del mundo. Pero en los despachos más importantes de la Casa Rosada prefieren no hacerse cargo y poner las culpas en otro lado. No va a ser fácil la transición.