Irak, Afganistán, Siria, Libia, Líbano y, más recientemente, la ciudad de París se han convertido en lugares donde se desarrolla una guerra entre grupos que responden a una unidad política creada recientemente en Medio Oriente, el Estado Islámico (EI) y los Estados nacionales que los combaten. Para algunos comentaristas, el mundo asiste a la Tercera Guerra Mundial, caracterizada por el choque de civilizaciones que había vaticinado Samuel Huntington a principios de los noventa.
Las referencias a que se asiste a la Tercera Guerra Mundial establecen una asociación directa con sus predecesoras, la Primera y la Segunda Guerras Mundiales, los conflictos totales característicos del siglo XX. Todos los contendientes esparcidos por el planeta lucharon por su propia existencia y todos sus recursos se emplearon para sostener el esfuerzo bélico. En particular, la Segunda Guerra Mundial resultó ser la más destructiva, incluyó actos de exterminio masivos y atrocidades, como las realizadas en el frente oriental, el bombardeo aéreo indiscriminado contra poblaciones civiles y su culminación con las bombas atómicas arrojadas contra Japón.
La actual guerra contra los yihadistas del EI no tiene esa intensidad, pero su alcance es global, dado que los grupos terroristas tienen la capacidad de sembrar la muerte y el terror en distintos puntos del planeta. Sí puede hacerse una observación respecto de la intensidad relativa para cada uno de los participantes. Durante la guerra entre los Estados Unidos y Vietnam en los sesenta y setenta, los especialistas estadounidenses calificaron ese conflicto como limitado, pero claramente era total para los vietnamitas.
Otra diferencia entre los conflictos mundiales y el actual es la consideración de cuándo se alcanza la victoria. En los primeros, por tratarse de conflictos continentales tradicionales, para declararse vencedor se debía derrotar a los ejércitos del enemigo y ocupar su territorio. En el conflicto actual, los parámetros para declarar la victoria son poco claros.
En 1992, James Goldgeier y Michael McFaul publicaron un trabajo que describía al mundo configurado por un centro conformado por Estados que convivían de un modo consistente con el modelo liberal de la política internacional. Las grandes potencias no tenían presiones para expandirse y los conflictos no se resolvían militarmente. Primaba la democracia y la interdependencia económica. Por el contrario, en la periferia convivían diferentes sistemas políticos entre los que se encontraban democracias, autocracias y monarquías. Estados plenos y fallidos. En ese mundo, las presiones para la expansión surgían tanto de las metas propuestas por esos Estados como de las que se derivaban de su inestabilidad interna. La interdependencia entre esos Estados estaba subordinada a su dependencia de los del centro. El resultado era un escenario inherentemente más turbulento e inestable.
En el pasado esos mundos apenas se rozaban. Las grandes potencias sólo necesitaban enviar una expedición militar punitiva contra los insurrectos del momento. Hoy, en la era de la globalización, ambos mundos están muy entrelazados. El otrora espacio colonial pasó a formar parte del propio centro. Los grupos terroristas se alimentan de los propios ciudadanos de los Estados que han sufrido atentados. En consecuencia, hay quienes sostienen que asistimos al choque de civilizaciones. El conflicto se reduce al islam enfrentado con Occidente. Muchos rechazan esa idea. El problema son, en realidad, los grupos que abrazan el yihadismo, que se basan en una interpretación radical y ultraviolenta del islam. Su causa, basada en la religión, responde a la violencia occidental y luchan contra los cruzados, que invadieron y explotan tierras musulmanas. Esta visión expresa algunos rasgos culturales que sustentan una fuerte identidad. Además, los yihadistas ejercen un poder soberano sobre un territorio situado entre Siria e Irak del tamaño aproximado de Gran Bretaña, el EI. Su población ronda los diez millones y cuenta con un ejército igualmente numeroso. El objetivo explícito de este Estado es restablecer un Califato y expandirse a todo Medio Oriente, parte de África, Asia y el sur de Europa.
Algunos especialistas sostienen que Occidente aún no ha encontrado el mejor modo de combatir la amenaza extremista. Un primer paso en esa dirección sería comprender las acciones de esos grupos como enmarcadas dentro de un conflicto híbrido. En este caso, se observa que para pelear una misma guerra algunos actores estatales y no estatales recurren a distintas formas de combatir en forma casi simultánea. Adoptan una combinación inesperada de tecnologías y tácticas para lograr ventajas en los lugares y los momentos de su elección; buscan acumular pequeños efectos que, a su vez, son magnificados por los medios. Este modo múltiple de pelear las guerras sin seguir reglas, de modo convencional e irregular al mismo tiempo, recurriendo al terrorismo, la guerrilla, la insurgencia o la coerción por parte de narcocriminales se llama híbrido.
Se trata de un conflicto de alcance global, pero su magnitud no se equipara con una guerra total, como sería una verdadera Tercera Guerra Mundial. Si se busca evitar más muerte y destrucción, necesita ser acompañado de soluciones políticas. Si bien el conflicto presenta rasgos de un enfrentamiento de culturas, tampoco alcanza para calificarlo como un “choque de civilizaciones”.
Para combatir la amenaza debe adoptarse una estrategia híbrida, pero como en toda guerra, si se busca evitar más muerte y destrucción, es necesario acompañar con soluciones políticas. Todos los actores involucrados deben buscar seriamente las soluciones en los lugares mismos donde los problemas se originan.