Por: Alejandro Fargosi
Ganó Macri y ganó bien. La conclusión es que será nuestro presidente y también que la mayoría de la gente quiere que la Argentina cambie, como lo reafirman los éxitos de María Eugenia Vidal y Gerardo Morales, por citar los casos más notables.
Esa decisión de cambio es una excelente noticia, porque el único denominador común de todos los gobiernos desde hace años es que la Argentina tiene cada vez menos educación y salud pública, menos respeto por las leyes y en paralelo, más pobres, más inseguridad, más droga, más fracaso y más muerte. Al fin se hizo obvio que tenemos que cambiar.
Parece una eternidad esta espera del instante en que el kirchnerismo dejará el gobierno. Faltan 18 días en los que es probable que Cristina Kirchner abuse en los estertores de su mayoría, dictando leyes con sus legisladores autómatas e incorporando cámporas con sus decretos, siempre contra el próximo gobierno.
Ojalá nos equivoquemos, pero la experiencia enseña que el kirchnerismo siempre superó nuestra capacidad de asombro y nunca para bien.
La buena noticia es que, al fin, el 10 de diciembre Macri y Cambiemos tendrán el poder y muchos recursos para reinstalar la seriedad, la cordura y la modernidad en la Argentina.
Hay desafíos enormes, empezando por el económico, con un Banco Central vacío, miles de empresas casi en quiebra, desocupación expandida, mercados exteriores perdidos y un mundo que nos mirará con incredulidad, tras tantos años de escándalo y violación de todas las normas habidas y por haber. Costará convencerlos y convencernos de que volvimos a la senda del desarrollo, abandonada hace tanto tiempo.
Fortalece mucho a Macri que el cambio lo quiere la gente, no es una imposición de una minoría iluminada que tantas veces terminó mal por falta de apoyo. El cambio parece haber llegado para quedarse, como paso evolutivo natural, tras haber probado todo tipo de remedios e ideologías, que solo lograron empobrecernos de manera sistemática, desde hace al menos 60 años.
Claro que ese cambio no será mágico ni instantáneo. El presidente Macri deberá enfocar todo su poder para reconvertir al país en una potencia productiva, en desarrollarlo tanto en las industrias tradicionales y en las tecnológicas como en la agrícola-ganadera, que también es una industria, aunque a algunos ideólogos les cueste entenderlo.
Necesitamos desarmar un tejido kafkiano de normas y leyes que impiden la creación de riqueza, en beneficio de una burocracia que. para dejar hacer, pide coimas. Desafío difícil pero no imposible, porque la única ventaja tras tantos años de desmadre, es que conocemos dónde están los problemas a resolver y, con algo de coraje, podemos lograrlo, desde el Legislativo, desde el Ejecutivo y desde el Judicial.
Otro requisito es imprescindible: lograr equilibrio en la distribución de la riqueza y de los beneficios del desarrollo, para terminar con la inadmisible vergüenza del hambre, la pobreza extrema, la falta de educación y la condena a enormes sectores de la Argentina a un futuro peor que su presente. Eso se terminará sólo con apertura, inteligencia, eficacia y decencia.
Eso nos lleva a otro desafío: el institucional. No existe la más mínima posibilidad de futuro con crecimiento y desarrollo sostenido, sin un respeto estricto a las instituciones, que no son solo las votaciones sino también la Constitución y las leyes.
Debemos reimplantar la vigencia de la Constitución, que garantiza derechos que en la Argentina de los últimos años han sido sistemáticamente violados.
No hay libertad, porque el Estado ha inventado una maraña de normas que obligan a gestionar permisos prácticamente para todo, con gastos de tiempo, dinero y muchas veces, coimas. Lo cual se traduce en precios al consumidor encarecidos por esos costos.
No hay igualdad, porque el abandono de la salud pública (que empieza en las cloacas y el acceso a agua potable) y la educación (que requiere exigencia y no blandura) está condenando a millones de argentinos a una pobreza, desnutrición y deseducación que daña su salud y anula su capacidad de progreso, disminuyendo sus posibilidades de aprendizaje y cognición.
No hay seguridad jurídica, en un sistema donde las decisiones de los tres poderes son demasiadas veces imprevisibles, impidiendo inversiones de mediano y largo plazo.
Y no hay seguridad física, porque la vida y la integridad física de decenas de miles de argentinos se han perdido en los delirios de un abolicionismo penal que ha convertido los espacios públicos y aún nuestras casas, en terrenos aptos para delincuentes que, muchas veces drogados, no solo roban sino que violan, torturan y matan.
Nada de todo esto podrá lograrse, si no atacamos inmediata y sistemáticamente la impunidad flagrante que campea en una Argentina donde no podemos exhibir al mundo ni siquiera un solo corrupto preso. Ni uno. Y, como desde hace años dice Elisa Carrió, la corrupción mata, destruye, nos anula.
No podemos admitir que queden impunes el magnicidio de Alberto Nisman, los atentatos contra la AMIA y la embajada israelí, los desfalcos de los últimos años y tantos otros delitos que sufrimos todos los argentinos.
Podemos cambiar el país. Un Poder Ejecutivo renovado y moderno, sin arranques psicopáticos, acompañado por un Poder Legislativo realmente abierto, libre del miedo y del silencio cómplice de una mayoría absoluta, y con un Poder Judicial que abandone su perverso olfato para captar vientos políticos y hacer acuerdos espurios, reemplazándolo por coraje para aplicar la Constitución y las leyes con todo el rigor necesario para dar al mundo pruebas irreversibles de seguridad jurídica y física.
La gente ya hizo su parte. Ahora nos toca cambiar a quienes decimos ser dirigentes.