Por: Alejandro Fargosi
El fiscal federal Alberto Nisman murió hace un año. Somos muchos los que sospechamos que alguien lo mató y parecería que en el único lugar donde hay dudas sobre si fue un homicidio o un suicidio es en el expediente judicial, donde —como trascendió a través de los medios— ocurrieron varias inoperancias, ineficiencias, demoras y absurdos.
La deuda del Poder Judicial con el país y con la gente es enorme y recordar ahora todo lo que funciona mal sería demasiado largo para esta columna. Los sistemas judicial y de seguridad argentinos están muy mal, como lo muestran los hechos y las encuestas sobre la bajísima confianza de la gente en esos sectores del Estado.
La investigación por la muerte de Nisman no es el único delito que sigue en un limbo, porque es parte del altísimo porcentaje de impunidad que asola a nuestro país y que nos coloca a todos en una situación de indefensión que percibimos como casi absoluta.
Con el imbatible sentido común que rige en la vida real y que muchas veces se diluye en falacias y silogismos tribunalicios, es lógico que la gente piense —que todos pensemos— que si al fiscal federal a cargo de la masacre de la AMIA el Gobierno entonces kirchnerista no pudo, no supo o no quiso protegerlo, ¿porqué tendríamos que sentirnos seguros el resto de nosotros? De hecho, las tasas de criminalidad se han disparado y sólo bajaron cuando se las falsificó, como a la inflación del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec). Esto puede comprobarse empíricamente en cualquier reunión de más de cinco personas, si alguien pregunta quiénes fueron víctimas de un delito; esas encuestas amateurs dan índices que rondan en un 80% de habitantes víctimas de algún delito, muchas veces ni siquiera denunciados, para evitar las pérdidas de tiempo y dinero que implicarían una causa judicial que, sospechamos, terminará archivada y sin resultados concretos.
El nuevo Gobierno ha prometido luchar contra la impunidad, contra el narcotráfico y permite que seamos optimistas en que el derecho constitucional a vivir seguros efectivamente se cumpla. Al menos, renace la esperanza de que la impunidad disminuya, ya que pretender que desaparezca sería utópico. Es un buen síntoma que la fuga de los condenados por el triple homicidio descubierto en General Rodríguez al fin terminó como debía: con los tres prófugos recapturados vivos.
El desafío que enfrentan las nuevas autoridades de los tres poderes es enorme y debe ser resuelto con éxito. Es su responsabilidad que las leyes se cumplan y que las sanciones a los delincuentes existan, pasando del actual abolicionismo penal a un sistema como el de cualquier lugar del mundo. Por no viajar lejos, ejemplifiquemos con Uruguay o Chile o Brasil, donde la tasa de presos por habitante es el doble que la nuestra, lo que indica no que ellos tienen peor gente, sino que nosotros no encarcelamos a todos los que debemos encarcelar.
Precisamente porque ese panorama es desalentador, es imperativo que el fiscal Nisman no sea olvidado y que su muerte no quede impune. La Justicia adeuda a todos nosotros saber qué pasó y encarcelar al responsable.
La investigación de su muerte debe terminar de una vez y su resultado debe ser convincente, no un decorado teatral-judicial que, cumpliendo con las formalidades básicas, nos deje a todos más incrédulos que antes. Fue inadmisible que el sistema penal iniciase una pesquisa queriendo encontrar un suicidio, como el tristemente célebre acto fallido que la fiscal Viviana Fein puso en evidencia, pero los 12 largos años de ocultamiento, relato y presiones a la Justicia terminaron, así que las excusas se acabaron: la Justicia debe ser eficiente y rápida.
Es obvio que en la muerte de Nisman los defectos del proceso investigativo han complicado el trabajo de los magistrados, pero para eso hay jueces y no computadoras: para aplicar la sabiduría y el conocimiento, con rigor, equilibrio y —nunca lo olvidemos— sentido común. Por eso, repitámoslo, no debemos admitir excusas.
Además del magnicidio de Nisman, debe retomarse y profundizarse la investigación que evidentemente causó la muerte del fiscal, es decir, el inconstitucional acuerdo con Irán. Quizás en esa investigación pueda avanzarse mucho en saber quién y por qué mató a Nisman.
En estos tiempos, la información hace que la ciudadanía esté alerta y sabe lo que hacen y dejan de hacer sus gobernantes. Algunos creen que la mayor exigencia que se deriva de esa mayor información afecta sobre todo al Poder Ejecutivo y, en segundo plano, al Poder Legislativo, pero en poco abarca al Poder Judicial.
No es así: esos jueces y fiscales que hasta hace pocos años estaban alejados del escrutinio público tienen que saber que ahora la sociedad se entera de cómo trabajan. La gente y el periodismo exigen claridad, rapidez, sin cortinas de humo fabricadas con cataratas de palabras a veces hasta en desuso y hasta con prosa que linda lo incomprensible, por no mencionar la dilapidación del dinero de nuestros impuestos en cargos y gastos peor que superfluos, mientras no se cubren juzgados que se necesitan para dar mejor justicia, por falta de fondos.
El Poder Judicial adeuda a la Argentina que sepamos por qué Nisman murió de un tiro en la cabeza. Lo adeuda naturalmente a la familia del fiscal, lo adeuda a su memoria y lo adeuda a todos nosotros. Las excusas ya son inadmisibles, porque desde el poder político nadie trata de ocultar nada.
Nisman no debe haber muerto en vano y su familia y todos nosotros necesitamos la paz de saber la verdad.