Por: Alejandro Radonjic
La Unión Cívica Radical (UCR) tiene activos que ningún otro partido opositor tiene. Por ejemplo, una historia centenaria (de hecho, es uno de los partidos más antiguos de América Latina) y presencia, tanto física como simbólica, en buena parte del territorio nacional. Es el único partido que le ha podido ganar elecciones presidenciales al peronismo (en 1983 y 1999), gobernó varias provincias y es el único, aparte del Partido Justicialista (PJ), que ha llegado a gobernar el país a través de elecciones limpias. Actualmente, cuenta con un gobernador (Ricardo Colombi, de Corrientes), pero es la segunda minoría cómoda en ambas cámaras del Congreso, tiene decenas de intendentes en todo el país, varios centenares de concejales y un brazo universitario (Franja Morada). ¿Qué otro partido, además del PJ, puede exhibir esos activos? Ninguno. Visto desde este prisma, uno podría pensar que el radicalismo goza de buena salud o, incluso, que el antiguo bipartidismo sigue vivito y coleando. Pero esto no es así.
Empezando por los propios radicales, siempre dispuestos a la autocrítica, el análisis imperante es que el partido fundado por Leandro Alem está en decadencia y, los más pesimistas, no dudan en afirmar que jamás volverá a ser lo que fue. Nostálgicos, se imaginan que el “volveremos a ser gobierno/como en el ‘83” los acompañará varios años, o décadas, más. Pero tampoco esto es cierto, y no hay motivos para ser tan pesimistas sobre su desempeño electoral futuro.
Un dirigente radical, que pidió no ser nombrado, realizó recientemente un cuestionario exhaustivo sobre el estado del radicalismo y se lo envió a varios correliginarios de alta jerarquía para que den su opinión. Una de las preguntas se refería a las debilidades del partido. Entre las respuestas se destacaban la falta de sintonía con los sectores juveniles (cada vez más importantes, en términos relativos, en los resultados electorales), las desgastantes internas, la falta de innovación, la carencia de una base electoral sólida y, además, la falta de una conducción estratégica nacional. Este último, me parece, es el problema más serio que enfrentan los radicales. La carencia de una estrategia nacional conduce al caudillismo provincial, la fragmentación y la anomia. En 2011, por ejemplo, el radicalismo cordobés de Oscar Aguad coqueteó con el PRO; el santafesino, con el Partido Socialista, con quien gobierna la provincia hace más de cinco años y el radicalismo bonaerense, con el peronismo disidente de Francisco de Narváez. Mientras que para algunos radicales K la Concertación Plural que pergeñó Néstor Kirchner en 2007 sigue vigente.
Relacionado a esto, la UCR también tiene otro obstáculo: a diferencia del FAP y el PRO, hoy no cuenta con un presidenciable. Aunque sí tiene algunos potenciales, no hay uno que sirva de faro para el resto del espacio ni que sea el referente del partido ante el gran público. El último líder de la UCR fue Raúl Alfonsín, de quien recientemente se cumplió el cuarto aniversario de su muerte. Esta carencia aumenta las probabilidades de la fragmentación del partido. En 2007, la UCR debió recurrir al peronista Roberto Lavagna para conformar la boleta presidencial. Esto se potencia con la actitud de los otros partidos (de la oposición e, incluso, del kirchnerismo -al menos hasta 2007-) de buscar aliados en la cantera radical y de fagocitarlo paulatinamente. Por mencionar algunos casos: Julio Cobos o Gerardo Zamora fueron con el FpV; Margarita Stolbizer, con el FAP, y Gustavo Posee y Silvana Giúdice con el PRO. Otros dirigentes, como Elisa Carrió o Ricardo López Murphy, abandonaron el partido y trazaron sus propios caminos. “Algún error debemos estar cometiendo si las noticias en el radicalismo son que los dirigentes se van y no que la gente viene”, dijo Aguad recientemente.
Sin duda, otro obstáculo surge de sus devaluadas credenciales como partido del orden o de la estabilidad. El último presidente radical en concluir su mandato fue Marcelo T. de Alvear en 1928. “Ya tenemos preparado el helicóptero para el próximo presidente”, suele decir un dirigente radical en broma. Revertir esta creencia llevará su tiempo y la UCR deberá exhibir amplios apoyos de distintos sectores para demostrar capacidad de gobernabilidad.
Un balance
La amenaza de desintegrarse o de ser cooptado por los demás partidos opositores es cierta, y los dirigentes radicales lo saben. La UCR podría quedar relegada a una pieza cada vez más pequeña de los futuros engranajes opositores. Más que aliarse con él, los distintos sectores opositores parecen deseosos de desmembrarlo. Su lugar de segunda fuerza hoy está más en riesgo que nunca.
Este desenlace, sin embargo, no es inevitable. El radicalismo ha sabido resurgir de sus cenizas en más de una ocasión y, como ocurrió en 1983 y 1999, el renacimiento se produjo luego de contextos en los cuales el PJ, como hoy en día, parecía acaparar transversalmente todo el espacio político.
Como decíamos al comienzo, la UCR tiene activos (aunque no los está aprovechando) que otros partidos opositores no tienen y que no son constatados por las encuestas de opinión. “La UCR carece hoy de programa y base social: no se sabe lo que pretende y pocos sectores ciudadanos la apoyan. Es, meramente, una organización electoral con arraigo nacional. ¿Una cáscara vacía? Sí. Pero las cáscaras contienen, protegen, dan forma. Un nuevo liderazgo podría llenarla de contenido”, sostiene el politólogo Andrés Malamud. Generar un nuevo líder es un desafío medular para renacer espiritualmente, volver a ser competitivos electoralmente y lograr darle una disciplina nacional de la que hoy carece el partido. El líder, además, es algo fundamental en la era de la personalización de la política.
No todo está perdido para la UCR. El partido centenario puede frenar su hemorragia, mantener su carácter de segunda fuerza a nivel nacional, ser protagonista de una alternativa al peronismo y aspirar, antes de que sea muy tarde, a colocar por octava ocasión en su historia a un correligionario en la Casa Rosada.