En su reciente charla con estudiantes y jóvenes empresarios argentinos, el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, les pidió que dejaran de lado la añeja discusión sobre la derecha y la izquierda y los instó a “elegir lo que funciona y tomarlo”. Obama sabe perfectamente qué es lo que funciona mejor en el mundo moderno.
No es precisamente la ideología marxista. Pero aún hoy hay sectores que se niegan a reconocer que ese sistema no les encontró solución a los problemas concretos de las sociedades. Y allí permanecen, con mirada desafiante, dentro de sus corazas roídas por la herrumbre.
No se trata de desconocer el aporte histórico del marxismo a la denuncia contra la desigualdad, la injusticia y los privilegios de los más poderosos. Ni su lucha a favor de los derechos de la clase obrera, largamente postergados. Pero la alternativa propuesta, la colectivización de los medios de producción para suprimir la explotación del hombre por el hombre, quedó bien demostrado que fracasó. Su sistema económico de planificación centralizada, es decir, no sujeto a la ley de la oferta y la demanda, también fracasó. La Unión Soviética lo utilizó largamente, fue perdiendo terreno frente al bloque capitalista y finalmente desapareció.
Tampoco el capitalismo es un sistema perfecto. El capitalismo necesita encontrar nuevas herramientas para mejorar la relación entre el desarrollo económico y la distribución de la riqueza. No por nada el reconocido estudioso francés Thomas Piketty la definió como “la economía de las desigualdades”. Pero la solución habrá que buscarla dentro del propio capitalismo, no en las fracasadas propuestas de la izquierda.
El repliegue de los malos regímenes populistas que se observa en América latina aparece como una nueva oportunidad para la región. En ese sentido debería leerse la elección de los dos países visitados por Obama: Cuba y la Argentina, ambos a punto de iniciar cambios profundos para beneficio de sus respectivas sociedades.
Atrás, inmóviles, como actores de añejas escenas, quedarán los más intransigentes. Los que se niegan a reconocer el fracaso. Los que ante la falta de argumentos valederos sólo apelan al agravio.