Por: Carlos Mira
Anteyer, en plena tarde de Buenos Aires, en el estadio de uno de los clubes más grandes del país se produjo la irrupción de más de 120 personas, algunas encapuchadas y la mayoría portando armas blancas y manoplas, que entraron en la confitería principal para desatar una batalla campal que dejó heridos de gravedad, a otros inocentes con golpes y cortes y a todo el mundo estupefacto en medio de la hora en que muchos chicos salían del colegio del Instituto River Plate y otros de sus prácticas de divisiones inferiores.
Algunos padres debieron esconderse en el baño tratando de proteger a sus hijos y una mamá pagó caro el hecho de haber ido a buscar al suyo cuando una silla de las tantas que volaban por el aire le cortó el labio y la cara.
Pronto la Argentina deberá implementar la prohibición absoluta para entrar a los clubes de fútbol. Desde hace más de un año el país creyó que inventaba la pólvora sin humo prohibiendo la asistencia de público visitante a los partidos de fútbol, porque la creencia era que la violencia se generaba entre las barras de los distintos equipos.
La locura en la que estamos nos va demostrando que ya no estamos en presencia de un peligro entre gente de distinto color sino ante la violencia más furiosa que ahora alcanza a los que supuestamente participaban de un mismo bando.
El monumental negocio económico y de poder que se ha armado detrás del fútbol con la complicidad de los dirigentes y del Estado es de tal magnitud que ahora la guerra estalló puertas adentro de los propios clubes. Las barras se han dividido en la mayoría de ellos en busca de más poder y de más dinero. Todo ha sucedido bajo un manto de connivencia que ahora impide actuar a quienes están siendo sus propias víctimas.
En el episodio de anteayer, la información da cuenta de que en las propias instalaciones de River estaban integrantes de la llamada “barra oficial” que habían ido a retirar las entradas de favor para el partido de mañana jueves entre el local y Boca por la semifinal de la Copa Sudamericana, que la dirigencia les da para que armen su propio negocio. Son entradas que puestas luego en la reventa pasan a valer miles de pesos. Se calcula que por este partido en donde la recaudación puede alcanzar los 15 millones de pesos, la barra puede racaudar entre 1 y 2 millones. Por ese botín matan y se matan.
A ese negocio hay que sumarle el de la calle, en donde se combinan los “trapitos”, que aprietan a la gente con el estacionamiento, la droga y otras “amenidades” por el estilo.
La dirigencia no ha estado a la altura de las circunstancias, pero muchas veces apunta detalles estremecedores. D’Onofrio, el presidente de River, por ejemplo, comentaba hace algún tiempo que encontró enganchado en el parabrisas de su auto un mapa con el recorrido que hace con su nieto para llevarlo al colegio. La amenaza de la violencia actúa con impunidad.
¿De dónde deriva esa impunidad? De la inacción del Estado. Y esa inacción es sospechosa. No ha sido uno sino varios los antecedentes públicos de hechos violentos en acontecimientos políticos en donde la “mano de obra” utilizada fue la de los barrabravas. En varias filmaciones que mostraban las acciones violentas de un grupo de poder contra otro, aparecen los mismos personajes que protagonizas los desmanes en el fútbol. Venden sus servicios a gente que luego los protege.
No hace mucho tiempo el mayor experto inglés en violencia deportiva visitó la Argentina invitado por organizaciones no gubernamentales para que explicara como en Gran Bretaña habían logrado imponerse a la violencia en el fútbol. A poco de establecer un paralelo surgía una diferencia entre ambos países que cambiaba completamente el ángulo para encarar las soluciones. En Inglaterra no había connivencia política con los hooligans. Estos eran grupos de borrachos que encontraban en el fútbol una manera de descargar sus violentas emociones poniendo en riesgo la vida de los demás. Pero el dinero, la droga y el poder no estaban involucrados en la pelea. Aquí sí.
D’Onofrio ha dicho que no tiene inconvenientes en echar de River a todos los que se compruebe estuvieron involucrados en la pelea. Pero se preguntó, ¿los mantendrá luego el Estado detrás de las rejas o los soltará a las pocas horas? “Porque si es asi, van a tener que ponerme una custodia muy grande”, agregó.
Parece mentira que un país como la Argentina en donde el fútbol forma parte de su historia cultural haya arruinado un espectáculo de estas dimensiones. Que los dirigentes y, fundamentalmente, que el Estado se hayan hecho socios de la violencia, del apriete y de los negocios de un conjunto de mafiosos es una muestra más de la decadencia en la que nos hemos metido.
La gente inocente sigue viendo como todos los días le roban delante de sus narices no solo sus propiedades y sus pertenencias sino sus alegrías y los pequeños placeres de los que no hace mucho aun disfrutaba.
Se trata de un deterioro serio de nuestra manera de vivir, de los valores a los que les damos preeminencia y de una renuncia absoluta a solucionar los problemas.
Pero la gran desilusión llega cuando todos advertimos que quienes deberían ser quienes se encarguen de la solución son parte del problema; que ellos estan metidos hasta el cuello en la misma inmoralidad que la sociedad pide a gritos que se termine.
La Argentina deberá olvidarse de encarar la solución a esta violencia como un sucedáneo del fútbol. El fútbol es solo una excusa y una víctima del problema. Aquí estamos en presencia de mafias que como aquellas de las películas están detrás del dinero y del poder. Las herramientas pueden ser el alcohol, el juego o las prostitutas. Pero el problema de fondo no es el licor, los casinos o las mujeres. El problema es la connivencia del poder con los violentos.
Nadie sabe ahora cuando llegará la respuesta de los que fueron sorprendidos ayer. Como en las historias de la mafia, se dice que hubo un soplón; alguien que pasó el dato de la presencia de la “barra oficial” en las instalaciones de River en la tarde de ayer. Fue el santo y seña para ir a matarlos. La Argentina estará pendiente, ahora, del siguiente santo y seña; del que marque la llegada de la próxima venganza.