Por: Carlos Mira
Nadie sabe si la desestimación de la denuncia del fiscal Pollicita contra la presidente Cristina Fernández y otros miembros del gobierno calmará o envalentonará más aún a la Presidente en la previa a su discurso del domingo 1 de marzo.
No se sabe si, en su descripción de la Justicia, lo de Rafecas habrá que tomarlo como proveniente de un poder aristocrático, antipopular y como tal ilegítimo. Porque si así fuera, la Presidente habría sentado las bases para dudar de la resolución que ahora la beneficia.
Es una paradoja, pero cuando uno lanza una guerra contra alguien y luego ese alguien define una determinada situación a favor de uno, es como que la posición propia queda colgada de la palmera: ¿en qué quedamos: los jueces tienen imparcialidad para analizar equidistantemente las situaciones que se le presentan o no (porque son golpistas, elitistas, contramayoritarios y contrarios a la “voluntad popular”)?
Sea como sea, la expectativa por lo que la Presidente va a decir el domingo es alta. Por lo que va a decir y por cómo lo va a decir. Nadie espera una mano tendida ni un ofrecimiento de paños fríos. Al contrario, son muchos los que aseguran que se vienen varios baldazos de nafta al fuego.
Entre esas especulaciones se contaba la que muchos atribuyen a las iniciativas de Carta Abierta respecto de un núcleo central de la Constitución y que el gobierno tiene atravesada como un hueso de pollo en la garganta.
La presidente ha seguido en muchas oportunidades lo que Carta Abierta anticipa solo con horas de diferencia. Resulta obvio que ésa es su usina discursiva. Esos autodenominados “intelectuales” se la “tienen jurada” al control difuso de constitucionalidad. ¿Qué significa eso? Muy sencillo: que cualquier juez, de cualquier lugar del país, de la localidad más insignificante de la república, puede declarar la inconstitucionalidad de una ley del Congreso o de cualquier decreto o resolución del PE.
Se trata de una fortísima arma de defensa del derecho individual. Cualquier ciudadano, por pequeña que sea su influencia en la vida de la Nación, puede detener la aplicación de una ley para su caso personal si logra convencer a su juez natural de que lo dispuesto por la ley o por el decreto viola sus derechos y garantías constitucionales. Un gobierno con pretensiones absolutas no puede bancarse eso. Es así de sencillo: no puede bancárselo; necesita eliminarlo.
Necesita, en otras palabras, transformar el control constitucional en una ensalada de difícil aplicación práctica por la cual pueda decirle al mundo que en el país la constitucionalidad de las normas se controla (porque formalmente dispone de un sistema) pero en la práctica dicho esquema suponga para el ciudadano damnificado el embarcarse en un laberinto jurídico que nunca terminará por detener la ley o el decreto que lo perjudica. Eso se logra por la vía de concentrar el control de constitucionalidad.
Dijimos que la democracia supera su “prueba ácida” sólo cuando logra demostrar que puede proteger el derecho concreto de personas concretas. El resto, como diría Youssef Khalil, es “piri pipi”. Hablar de “mayorías”, del “pueblo”, de “los trabajadores”, de los “pobres”, de las “clases populares”, es no hablar de nada: los derechos son solo ejercidos por personas físicas o jurídicas. Hablar de que el gobierno “protege los derechos del pueblo, de los trabajadores, la las clases populares, de los pobres” es no decir nada. O, peor aún, es decir que no protege los derechos de nadie. Sólo si un sistema político es capaz de demostrar que una persona concreta en el caso de una violación concreta de su derecho tiene elementos sencillos y prácticos al alcance de su mano para defenderse, es una democracia. En caso contrario, no lo es. Es así de simple.
Vaya la paradoja, pero el control difuso de constitucionalidad de las leyes es el que le entrega al ciudadano común una herramienta concreta de defensa. Y por eso lo aborrecen. Y por eso lo quieren cambiar.
¿Cambiarlo por qué cosa? Por la creación, seguramente, de un mamotreto concentrado llamado “Tribunal Constitucional” cuyo acceso se haga difícil y lejano para el ciudadano común y -también paradójicamente- torne difusa su posibilidad de defensa frente al atropello del poder.
Como se ve, lo difuso es concreto (en términos de defensa de los derechos individuales) y lo concentrado es difuso, porque las personas concretas verán dificultado su acceso a un tribunal de defensa.
Esta sería una verdadera radicalización del gobierno y su intento de llevarlo adelante sin modificar la Constitución, un verdadero golpe de Estado.
La presidente ha decidido gobernar con La Cámpora, con Carta Abierta y con Milani como jefe de inteligencia. Es lo que indican los cambios de gabinete que ha introducido. Aníbal Fernández es un cruzado, Wado de Pedro un militante acérrimo y Milani un espía. Es lógico que no se pueda prever moderación ni para el discurso del domingo ni para lo que resta del año.
Las causas judiciales que más preocupan a la Presidente -que no eran las que la imputaban como encubridora de los 8 acusados de la voladura de la AMIA- sino la que investiga en juez Bonadío en relación a la empresa Hotesur, marcarán el resto de la agenda política. La Sra de Kirchner intentará imponer la idea de que todo es una patraña para impedir que el “gobierno popular” lleve adelante sus banderas y la reivindicación de los oprimidos en contra de los poderosos. Quienes se le oponen seguirán sosteniendo que lo de las “causas populares” es una pantalla demagógica para perfeccionar el accionar de un gobierno que es el que más ha robado en la historia del país. Entre esas dos aguas navegará la Argentina en lo que resta del año. Pero seguramente las elecciones cerrarán una manera de entender la política en el país. Me parece que todo será diferente luego de octubre. Y será una diferencia para mejor.