El triunfo del sentido común

Carlos Mira

El resultado de las PASO del domingo en la Capital tiene varias proyecciones. En primer lugar, no caben dudas de que Mauricio Macri ha salido fortalecido. El PRO como espacio unido está muy cerca de alcanzar el 50% de los votos que se precisarían para ganar la elección general en primera vuelta. En segundo lugar, la jugada (arriesgada en términos argentinos) de endosar a Larreta a riesgo de que ganara Michetti le salió bien al jefe de Gobierno y con ello ha aventado los runrunes que se habrían originado si el resultado hubiera sido el inverso: allí habría aparecido la cuadratura militar del cerebro promedio argentino preguntándose “¿Cómo va a hacer para gobernar el país un tipo al que no le obedecen ni en su propio partido?”. Eso quedó atrás con el resultado de ayer, aun cuando la Argentina no precise, justamente, de cuadraturas militares.

En tercer lugar aparece el espectáculo del FpV festejando el fracaso. Antes que nadie, los militantes de remera azul saltaban y gritaban cuando el resultado electoral colocaba a su candidato más votado (de los siete que presentaron) en un cómodo cuarto lugar con apenas el 12 % de los votos y a la agrupación completa en tercer lugar con 18% de los votos (detrás de ECO), menos aún de lo que sacaba Filmus, el eterno perdedor del distrito.

¿Creerán que el relato también tiene un capítulo “festejos” y que a fuerza de machacar con lo que es una clara actuación se puede llevar al inconsciente colectivo una imagen de lo que no es? De lo contrario, no se entiende esa demostración callejera que contrastaba claramente con las caras de los peronistas históricos que sabían perfectamente que la elección del sector no había sido buena.

¿Cuánto de lo mismo habrá a nivel nacional? Quiero decir, no de lo que vaya a ocurrir con las PASO presidenciales, sino cuánto de lo mismo estará ocurriendo ahora, en el trajinar diario del gobierno, enviando imágenes irreales, números mentirosos, discursos cargados de datos que no son verdaderos.

“Machacar” parece ser la voz de mando: machacar con los festejos como si ganáramos; machacar con los números como si fueran ciertos; machacar con los mensajes publicitarios, como si la ornamentación artística fuera un buen reemplazo para las cosas concretas… Hubo mucho de simbólico en el “festejo” del FpV. Esos cánticos, esas banderas y el encendido (y enojado) discurso de Recalde llevaban ínsita una metáfora de lo que ocurre más allá de una noche post-elección.

En cuarto lugar surge una cuestión aspiracional para la Argentina. En efecto, si uno pudiera trazar una línea aritmética entre las PASO y las generales (que obviamente no es así) y el 5 de julio no hubiera un ganador en primera vuelta, el ballotage sería entre Rodriguez Larreta y Lousteau de PRO y ECO respectivamente.

Se trata de dos fuerzas racionales, de sentido común, centradas, simplemente normales. Ninguna de las dos es épica, ni está en guerra contra nadie. Tienen matices de visión diferentes, pero ambas aceptan las racionalidades económicas, una interpretación del mundo y una lógica política horizontal y de consenso.

Imaginemos si la sociedad entera del país pudiera tener la tranquilidad de estar en manos de fuerzas como esas a nivel nacional. Tener la certeza de que, gane quien gane, no habrá místicos aquí, ni “Generales” que den órdenes, ni supuestos soldados al mando de un “conductor”.¡Imaginen lo que sería eso! ¡No más iluminados!, ¡No más tocados por la mano del Señor! Simplemente administradores normales de la cosa pública que den cuenta de las “cuentas” y que traten de estar al ritmo de la modernidad mundial, tanto económica como políticamente.

No más relatadores de conspiraciones, no más víctimas de complots mundiales tejidos en las sombras, no más buscadores de excusas. Simplemente funcionarios públicos que estarán un tiempo a cargo de los dineros de la administración y del diseño y rumbo del país. No es demasiado lo que pedimos. Y, a lo mejor, por eso no ha funcionado esa cara “profesional” de la política en la Argentina. Precisamente porque no es épica, porque no tiene el ornato del grito, ni el adorno de la espada, ni la furia hacia el enemigo.

Ese era el programa de la Constitución: un país en paz. En paz consigo mismo y en paz con los demás. Un país concentrado en el progreso, cuyos únicos enemigos fueran el atraso, la pobreza, el quedo, la mentalidad parroquial y la visión corta. Un país con una base amplia de acuerdo que se inclina, de tanto en tanto, en un leve y calculado sesgo hacia un lado o hacia otro. Un país ruidoso, pero sin gritos; un país bravo, pero sin bravuconadas; un país ambicioso, pero no altanero; un país cálido, pero no estúpido; un país de principios pero cuya rebeldía se manifestara contra la deshonestidad y contra la aplicación privilegiada de la ley y no contra fuerzas del “mal” que nadie identifica y cuyo origen es siempre confuso y arrevesado.

Cuando uno escribe estas aspiraciones -que, en el fondo, no dejan de ser personales- se da cuenta de lo lejos que estamos de eso. Parecería que las páginas de gloria que auguraban y pedían nuestros antepasados no las hemos interpretado en el sentido de la construcción de un país moderno y de progreso, sino que nos hemos comido el “muñeco” militar de la historia y seguimos aspirando a esa gloria sobre la base de imponer a la fuerza lo que para nosotros sería “el criterio argentino”, a todo el mundo.

Como es lógico, como el mundo no está preparado para esa extravagancia, algunos se han conformado con imponer lo que para ellos es el “criterio argentino”, primero y antes que nada, a los propios argentinos, sin advertir que hay muchos de nosotros que no lo compartimos y que, desde ese punto de vista, nunca será un “criterio argentino” sino, simplemente, uno más de los tantos dogmas sectarios que la humanidad ha conocido cíclicamente.