Por: Carlos Mira
Los festejos del 25 de mayo actuaron como una confirmación de que el kirchnerismo y, particularmente, la Presidente, creen que el país les pertenece.
La parafernalia de propaganda y show, meticulosamente preparados por expertos en transmisión de mensajes a las masas, fueron el capítulo central de la utilización de una fecha que es de todos para un burdo fin partidista y personal.
Como ocurre con todos los demás resortes del Estado, la mandataria usufructúa una estructura fondeada por los apretados bolsillos de todos los argentinos para beneficiarse personalmente y para sacar una tajada electoral parcial e injusta sobre los demás sectores.
De la misma manera abusa de la cadena nacional, de la impresión de dinero sin respaldo, de las agencias estatales -a las que utiliza con fines partidarios o directamente personales- y de los recursos públicos a los que gasta como si fueran la caja chica del Frente para la Victoria.
Por supuesto que la jefa del Estado no perdió oportunidad para agregar más metros a la división de los argentinos. Lo hizo durante los cuatro días en los que dispuso conmemorar la llegada al poder de su familia, y lo coronó el lunes al trasladarse a Luján para hacer su propio Tedeum en lugar de participar del clásico que toda la vida se celebra en la catedral de Buenos Aires.
No lo hizo porque allí estaba Macri, de la misma manera que jamás asistió al Colón y por las que mandó a construir el suyo propio a razón de 3000 millones de pesos en el e edificio de la Secretaría de Telecomunicaciones.
Bautizó la impresionante obra como Centro Cultural Kirchner y lo inauguró descubriendo su emblema: una enorme letra K en celeste y blanco. Como dijera Alejandro Borenstein: “ni Idi Amin Dada se animó a tanto”. El detalle recuerda a esas películas futuristas sobre totalitarismos en donde alguna letra o emblema identifican al régimen.
¡Qué bueno sería que ese nombre hubiera sido elegido por otro gobierno! Que la misma obra y el mismo nombre hubieran sido decididos por el presidente “Gómez” o por el presidente “Zárate”. No hay nada de malo en que una obra para la posteridad lleve el nombre de un presidente. Lo malo es que la obra y el nombre sean decididos por el presidente cuyo apellido coincide con el nombre de la obra.
Eso está mal. No hay discusión posible. Hay cosas que el sentido de la decencia prohíbe. Esta es una de ellas.
Hacia el final del gobierno de Menem, el Congreso estuvo a punto de aprobar la ley para construir la red nacional de autopistas, libres de peajes. Era una obra necesaria. El proyecto había sido ideado por el equipo del Dr Guillermo Laura y era parte de las obras del programa “Metas del Siglo XXI”. Se trataba de 10000 km de autopistas gratis que unirían como una telaraña todo el territorio argentino.
Al presidente se le ocurrió entonces llamar a ese proyecto “Red Federal de Autopistas Presidente Menem”. El Congreso lo rechazó. No solo rechazó el nombre, mando para atrás e hizo perder estado parlamentarios al proyecto de ley completo. La posibilidad de llevar adelante la obra no se trató nunca más.
Menem estaba en sus días de decadencia y su egolatría y, muy probablemente la misma inclinación a creer que la Argentina le pertenecía, lo llevaron a querer poner su nombre inmortal al sistema. Un perfecto resumen de lo que es hacer todo mal: el presidente creyéndose un dueño de estancia y un Congreso vengativo sin saber distinguir entre la egolatría y el bien del país.
En los EEUU (de donde el sistema fue copiado) lleva, efectivamente, el nombre del presidente que impulsó la idea, Dwight Eisenhower, pero no fue él quien le puso el nombre a la red. El Congreso aprobó la ley bajo el nombre “Federal-Aid Highway” y solo bastantes años después otro Congreso y otro presidente bautizó el sistema de transporte y defensa con el nombre del presidente que le había dado impulso.
¡Qué bueno que ocurriera eso en la Argentina! Hoy todo se llama “Kirchner” o “Nestor Kirchner”. En varias ciudades del interior hay calles que se cruzan con el mismo nombre. La inmobiliaria de Máximo Kirchner en Rio Gallegos se encuentra sobre la Avenida Néstor Kirchner. ¿Y bajo el gobierno de quién se pusieron todos esos nombres? Bajo el gobierno de la familia Kirchner.
En esa misma línea, el 25 de mayo festejado no fue la conmemoración de la jornada de 1810. Fue el recuerdo del 2003, cuando Néstor Kirchner ganó la presidencia por una “serie de penales” que el contrario se negó a patear.
Este copamiento del país ha tenido como cómplice a media Argentina. Una parte electoralmente decisiva de la sociedad compró el paquete de las “nimiedades seguras” antes que el de los “sueños posibles”. Se entregó a un horizonte barato porque no se creyó a la altura de imaginaciones grandes. Los Kirchner se mostraron como el vehículo que entregaría esas “seguridades mínimas”, ofreciendo un pacto por el cual serían ellos los que se quedarían con los “sueños altos”.
No hay dudas de que las dos partes de ese contrato han logrado lo que querían: los Kirchner se convirtieron poco menos que en una familia real, propietaria de la República, y aquella parte de la sociedad que concedió el pacto, consiguió su “puestito”, su “salchicha y su mortadela”, su nimiedad segura. ¡Salud Argentina, por un 25 de mayo bien diferente de aquel que soñaron los que lo forjaron en 1810!