Por: Carlos Mira
El tiempo pasa y el Gobierno sigue sin dar a conocer el estado en que recibió el país. Es algo que, simplemente, no puede entenderse. Se trata, antes que nada, de un monumental acto de injusticia: permitir que quienes destruyeron los bienes públicos y montaron el que probablemente sea el relato más mentiroso de la historia argentina, se salgan con la suya y no sean desenmascarados frente a la sociedad. Es la confirmación de un país impune.
Porque hay efectivamente una diferencia sustancial entre “mirar para adelante y no buscar culpables”, como parece decir el discurso zen del Gobierno y consolidar un estado de impunidad que la gente votó cambiar.
La sociedad —y en esto incluyo a muchos de los que votaron por Daniel Scioli— está cansada de ver a vivos que se salen con la suya. Los ha visto por años. Los ha bancado con su dinero. Ha visto cómo se le reían en la cara. El presidente Mauricio Macri no tiene ningún derecho a defraudar a esa gente que confió en que él podría ser el inicio de un cambio en ese sentido.
Por lo demás, nadie le reconocerá nada a Macri por no revelar estas informaciones. Nadie se lo agradecerá, ni le concederá ninguna tregua política por ser bueno con ellos. Al contrario, si pueden verlo caer como culpable de lo que ellos hicieron, sentirán una enorme satisfacción. Es más, seguramente ya están trabajando para eso.
Mientras el tiempo pasa, las líneas divisorias de las responsabilidades se siguen diluyendo. Las caras de piedra de los que destruyeron todo están agazapadas para volver, aprovechándose de este silencio. En ningún caso interpretarán esta decisión como una invitación tácita a la despedida de la política. No. De ningún modo. Insistirán. Y no descartarán ningún medio para materializar su regreso.
Desde antes de que el Gobierno de Cambiemos asumiera, estamos reclamando desde estas columnas que se revele el estado de cosas del país al 10 de diciembre de 2015. Fuimos los primeros en reclamar e insistir en ese punto. Pedíamos “una gigantesca conferencia de prensa” para que el Presidente dijera lo que encontró. Luego, otros muchos, desde los medios de comunicación, se fueron plegando a ese reclamo.
Hasta Jorge Lanata lo ha pedido en un artículo del fin de semana pasado en el diario Clarín, con palabras muy parecidas a las que nosotros usamos en Infobae en la columna “El discurso del 1° de marzo” hace ya varios días. Es probable que ahora, porque lo dijo Lanata, muchos le presten más atención. Pero, si así fuera, francamente resulta incomprensible cómo fue necesario que lo dijera Lanata para entender el valor de una obviedad más grande que una casa.
También hemos repetido hasta el cansancio que la actitud del Presidente y del ala zen del Gobierno conlleva una enorme subestimación de la sociedad. En efecto, no es posible considerar madura a la sociedad para aceptar los cambios (como dijo Macri) y luego no tener el mismo concepto de ella cuando se trata de informarle cómo están las cosas.
El pueblo tiene derecho a saber por qué se le van a pedir tantos sacrificios. También tendría derecho a conocer, aunque más no sea, una proyección estimada de los resultados de ese sacrificio. Pero pedir el esfuerzo y no explicar por qué se pide no es aceptable.
En los corrillos políticos se decía que esta deuda inentendible se vería parcialmente reparada en el discurso de inauguración del Congreso el 1° de marzo. Se dijo que el Presidente le dedicaría 50 minutos a explicar lo que recibió y 50 minutos a hablar del futuro.
Pues bien, esos rumores han empezado a disiparse. Ahora parece que los 50 minutos de inventario ya no serán tantos. Francamente, no se entiende. La insistencia en esta especie de tara inútil no tiene ningún justificativo.
Nadie creerá que por revelar cómo se encontraron las cosas el día que se asumió el Gobierno, Macri vaya a ser considerado un hijo de tal por cual o alguien que quiere seguir profundizando la división.
No hay peor división que aquella que se oculta artificialmente. No hay peor manera de unir que intentar hacerlo con la mentira o con la ocultación de la verdad, que, a los efectos prácticos, es más o menos lo mismo.
La unión de los argentinos —que valientemente el Presidente identificó como uno de sus objetivos de gestión— debe lograrse a partir de que todos sepamos las mentiras a las que fuimos sometidos, el formidable robo a que el país fue expuesto, y el penoso estado en que quedaron las cuentas públicas, gracias, entre otras cosas, al financiamiento, justamente, de un relato fantástico.
Es cierto que muchas porciones de la sociedad ya lo saben y otras lo presumen, aun cuando no tengan los datos duros. Pero eso no basta. Es necesario llegar con la información precisa a quienes se han entregado a un credo vacío que hundió al país en una sombra de la que llevará años salir.
Esa gente debe conocer cómo fue robada, ultrajada, usada, ninguneada, engañada. Debe tener el detalle de cómo se evaporaron años de dinerales públicos que fueron a parar a manos privadas. Debe conocer las fortunas mal habidas, los desfalcos, el crecimiento inexplicable de los patrimonios, la desaparición de miles de millones de dólares y las múltiples fuentes de la corrupción.
El Gobierno que terminó el 10 de diciembre no se privó de nada. Desde las millonadas de Milagro Sala, Lázaro Báez, Cristóbal López y Electroingeniería hasta chorear con las habitaciones de los hoteles de Calafate o adulterar los viáticos de los viajes presidenciales al exterior, el kirchnerismo le entró a todo, sin reparar si lo robado eran grandes sumas o chiquitajes. No hay derecho a que ese mecanismo sistemático de exacción del Tesoro Público quede impune y en el anonimato.
La revelación de lo encontrado debería tener el mismo rango de magnitud: desde los grandes negociados hasta los cuadros y las computadoras que faltaban en la Casa Rosada y en los ministerios cuando dejaron el Estado.
Ninguna postura de equilibrio de las emociones puede justificar la impunidad de lo que aquí ocurrió. Esas armonizaciones del espíritu están bien para alcanzar la paz individual, pero no son trasladables al ejercicio de la jefatura del Estado.
La sociedad no puede seguir siendo tratada como una adolescente, porque si todo el mundo, por razones diversas, la trata así, pues eso es lo que seguirá siendo.
Además, no es cierto que las posturas de dar vuelta la página y mirar para adelante den siempre resultado. Y desde ya ni siquiera deberían ser una opción cuando lo que está en juego es el desenmascaramiento del verso más pernicioso que alguien haya montado jamás en la Argentina. El Presidente, por más zen que sea, no puede darse ese lujo. La sociedad no lo votó para que quiera convencernos de que lo que es bueno para su propio espíritu lo sea para el de todos. La sociedad lo votó para que diga la verdad y para que termine con el malicioso círculo de que, quien las hace, no las paga.