Por: Carlos Mira
El Gobierno de Mauricio Macri se enfrenta a una situación paradójica. Todos dirían que un escándalo en el seno mismo de la oposición (o de una parte importante de ella, que sigue representando el llamado modelo anterior) lo favorecería políticamente.
Se trata, para colmo, de un tipo de descomposición de las que hacen más daño público: la descomposición moral, la que no trepida en provocar acusaciones de unos contra otros, enfrente de todos; personas que integraban el mismo espacio (para algunos la misma banda) hasta hace algunos meses tirándose con dardos envenenados y calificándose con duros adjetivos, o bien recomendando “no perder la memoria” (como Lázaro Báez le sugirió a la mismísima Alicia Kirchner).
Es, al final de cuentas, el escenario político que todo dirigente en el Gobierno desearía ver en el interior de las agrupaciones que se le oponen políticamente. Sin embargo, al lado de este panorama en el kirchnerismo más cerril, también se abren disyuntivas en Cambiemos. La Dra. Elisa Carrió ya ha emprendido una avanzada para impulsar las causas de investigación contra funcionarios del Gobierno anterior —empezando, claro está, por Cristina Fernández— o contra empresarios relacionados con ese régimen —Báez y Cristóbal López, principalmente.
A esa postura se han unido desde la vicepresidente Gabriela Michetti hasta funcionarios como Laura Alonso o ministros como Patricia Bullrich o Germán Garavano.
Otra corriente entiende que debe irse con cuidado en ese terreno y —según las denuncias de Carrió— comandados por Daniel Angelici pretenden influir en los jueces para que esos procesos se retarden, al creer que con eso se contribuye a la calma política. Los partidarios de esta tesis sostienen que una avanzada contra el corazón kirchnerista (léase un acorralamiento de la situación judicial de Cristina Fernández) podría derivar en un clima de tensión que se volvería en contra del Gobierno de Macri.
La diputada aliada del Presidente ha sido concluyente: “Es Angelici o Carrió”, con lo que pone a Macri enfrente de una disyuntiva peligrosa.
Más allá de estas cuestiones prácticas que Macri deberá resolver, existe un nivel de deber ser que no tendría que pasarse por alto. En efecto, la Argentina deberá dar, alguna vez en la vida, una pauta de que los cinismos de la política pueden hacerse a un lado para recuperar el valor de la ley y del ejemplo.
Quizás para algunos sea entendible “muñequear” las causas candentes para no ponerse al peronismo en contra, cuando se depende de él para apoyar varios proyectos importantes para el Gobierno en el Congreso. Con esa misma lógica, durante las primeras semanas del nuevo Gobierno, se intentó convencer al Presidente de que no era conveniente revelar el verdadero estado en que recibió el país el 10 de diciembre.
Se entendía que un sinceramiento de ese tipo pondría al peronismo a la defensiva y se generaría una oposición cerrada en el Congreso que impediría la sanción de iniciativas cruciales. Otros creían —y me incluyo como uno de los primeros en eso— que era un acto de completa injusticia permitir que quienes no dejaron desastre por hacer se salieran con la suya, sin que nadie los revelara ante la sociedad.
Finalmente, el 1º de marzo el Presidente eligió una diagonal y enumeró durante veinticinco minutos algo de lo mucho que había para decir en materia de herencia. En un momento, cortó aquel listado bajo el argumento de no aburrir a los legisladores y a los argentinos que seguían el discurso por televisión.
En este momento las cuestiones son más graves. Durante doce años se perfeccionó en la Argentina un sistema de saqueo de los fondos públicos tendiente a convertir en millonaria a una casta minoritaria y privilegiada que se propuso vivir a costillas del pueblo. Ahora, esas inmundicias están saliendo a la luz, incluso por los dichos públicos de muchos de los que fueron sus protagonistas, que, para salvarse, no dudan en mandar al frente a quienes eran sus cómplices hace tan sólo unas semanas, en un dantesco espectáculo de inmoralidades.
El famoso deber ser indica que el Presidente tendría que dar —quizás por primera vez en décadas— una señal de que en el país no es posible hacer cualquier cosa sin pagar el costo de las consecuencias. ¿Habrá algunos que intenten hacer aparecer esa decisión como una persecución política o ideológica? Puede ser. Pero lo que en definitiva deben prevalecer son las pruebas.
El hasta hace pocos meses ministro de la Corte Suprema, Carlos Fayt, siempre afirmó que las “opiniones son libres, pero los hechos son sagrados”. Nadie debería mover un dedo para que un juez demore un proceso o una decisión cuando ese juez tiene en sus manos las pruebas incriminatorias. Como nadie puede ser perseguido por pruebas fabricadas, nadie podría esquivar el accionar de la Justicia si esta cuenta con las evidencias necesarias.
Ni el Presidente, ni Angelici, ni Jaime Durán Barba, ni ningún gurú experto en encuestas y en focus group deberían poder privar a la sociedad de saber la verdad.
Es una señal que la Argentina espera hace mucho tiempo. De los últimos tiempos quizás sea este el momento en que más cerca se está de resolver esa disyuntiva en favor del deber ser y no en favor del cinismo político.
Creo que la sociedad —cuando se la informe sobre el peso de las pruebas— recibirá con beneplácito las noticias que le informen sobre lo estúpida que ha sido. Es posible que algunos se nieguen a admitirlo (porque a nadie le gusta reconocerse como estúpido o porque una ceguera ideológica les nubla la claridad de la visión). Pero ese será un problema menor al lado de las ventajas de haber hecho lo correcto y lo que correspondía.
La dureza de las medidas que aún deben tomarse para encarrilar una economía devastada transforma a aquellos que las deben tomar en deudores de la verdad más descarnada. No se les pueden pedir sacrificios a aquellos a los que se engaña.
No se trata aquí de volver a armar el muñeco de la pureza con el que muchas veces se trató de caricaturizar a Elisa Carrió. Se trata, por el contrario, de aprovechar la oportunidad (única quizás) en donde el deber ser tiene una enorme coincidencia oportunista con la conveniencia: hacer lo que se debe hacer esta vez no sólo es moralmente correcto, sino que es políticamente oportuno.
Si el Presidente analiza bien esta cuestión, es posible que, de pronto, lo que parece ser una encrucijada, en realidad sea una liberación. Si eso ocurre, la sociedad podría estar en la antesala de un hecho poco menos que inédito en la historia: que quienes las hicieron las paguen.