Por: Daniel Sticco
El 2014 terminó de la peor manera: alta inflación, acentuada recesión, creciente endeudamiento del sector público, destrucción de empleos, merma del poder de compra de los salarios y jubilaciones, y arrastre negativos en todas las variables, en particular las sociales.
No se trata de predicciones personales, ni de previsiones de las consultoras privadas, sino de la simple lectura de la catarata de indicadores que en los dos últimos días del año difundió el Indec, con la pasividad que lo caracteriza y sin ameritar explicación alguna por el ministro de Economía, o de Trabajo y menos aún de los secretarios de Estado de cada área. Es lógico, ¿qué podrían haber argumentado?, que sus recetas y recomendaciones de política fracasaron, o que eso era lo que buscaban negando las enseñanzas más básicas de la ciencia económica, la cual muchos ignoran que es una ciencia social y que por tanto los desaciertos afectan severamente a las personas, más a las físicas que a las jurídicas (empresas).
Y, como se advierte en los indicadores de marras y en las expectativas que entre los empresarios recogió el Indec, las perspectivas para este nuevo año no lucen mejores que las condiciones actuales, más allá de que algunos economistas manifiesten la esperanza de un punto de giro a partir del segundo semestre, por el natural anticipo de los mercados al esperado cambio de gobierno, el 10 de diciembre.
Las experiencias de la hiperinflación y de la depresión
La historia argentina recuerda que el cambio de gobierno o el fin de un ciclo, sea casi natural, como el de los radicales en 1989, o el de la convertibilidad, con un fallido gobierno de la Alianza en 2001, para no ir más atrás, ha forzado a severas tareas de ajuste, o “reacomodamiento de las variables” (para no herir susceptibilidades) que demandaron poco más de doce meses, para recién poder reencauzar la economía a la senda de la reactivación, un año después, porque terminaron mal, pese a las advertencias sobre la insustentabilidad de sus políticas.
Bajo esa óptica me atrevo a pensar que el 2015 se asemejará, con claras diferencias de matices y contextos políticos, a 1989 y 2001; el 2016 a 1990 y 2002 y el 2017 a 1991 y 2003. Es decir, en este fin de ciclo, salvo factores imprevistos e indeseables, se persistirá en la acumulación de errores de política económica y con el ensayo de experiencias probadamente fracasadas, que forzarán al partido o alianza electa a primero invertir tiempo y esfuerzo en evaluar la herencia recibida, con más pasivos que activos, y luego a tomar las medidas correctivas, con ortodoxia y heterodoxia.
La tarea promete ser muy exigente, pero sin la cual no podrá darse curso a las promesas electorales y revertir el grado de angustia y tensiones que genera en cada vez más familias una economía con alta inflación, destrucción de empleos y falta de divisas para cubrir las necesidades básicas, como enfrentan hoy muchos hospitales públicos y privados del país.
El camino más probado
Hoy las finanzas públicas muestran un severo deterioro, con un déficit que supera largamente el 6% del PBI y que para revertirlo habrá que actuar, tanto del lado del gasto, principalmente en el recorte de los subsidios económicos y reducción de los nuevos empleos improductivos, juntamente con un refuerzo de las asistencias sociales; como del lado de los recursos tributarios, con recortes hasta la eliminación de las retenciones a las exportaciones, aumentos de los mínimos no imponibles de Ganancias y actualización de los balances por inflación; además de una estrategia seria destinada a disminuir la informalidad laboral y de la economía en su conjunto.
Con ese cuadro podrá resolverse la saga de la deuda con los holdouts y volver a los mercados internacionales de deuda para obtener financiamiento a tasas compatibles con las posibilidad de repago, tanto por parte del sector público, para obras de infraestructura, como del privado, para inversión productiva y actualización tecnológica.
Sólo con un sólido reordenamiento de las cuentas públicas se podrá devolver al Banco Central el rol de ser el principal custodio de la moneda nacional y reducir la inflación en forma contundente y en pocos meses, para poder recrear las condiciones para la atracción de las inversiones productivas, internas y extranjera, y devolver competitividad a la producción nacional en forma efectiva, sin atajos ni favoritismos a favor de pocos y perjuicios de muchos.