Los relatos y las imágenes recibidos desde Tucumán ponen al descubierto maniobras fraudulentas, aún bastante extendidas en el país. Elecciones amañadas o directamente adulteradas que dejan bajo sospecha la legitimidad de las autoridades públicas.
La indignación de una parte de la sociedad no es fruto de la sorpresa, sino de la obscenidad. Se sabe que existen manejos turbios, pero ahora parece que estamos frente a la gota que rebalsó el vaso de la tolerancia en estas cuestiones.
Sin embargo, un gran fraude necesita de una cultura que tolere pequeños fraudes cotidianos para concebirse. Es imposible pensar que bajo un marco de reglas precisas y justas de competencia política y en una sociedad implacable con la manipulación pueda gestarse un fraude de relevancia.
Antes del hecho electoral, en nuestro país la sociedad no castiga de manera contundente la mentira como arma política. Fraude en estado puro. Un candidato puede proponer medidas inconstitucionales, ofrecer datos errados para sostener su visión o cualquier otro dislate sin correr riesgos exagerados.
Para no hablar del uso de recursos públicos en la propaganda de los variados oficialismos, que asimilando su color partidario al de la gestión de Gobierno, rompen todo juego limpio electoral en detrimento de sus competidores. En esa misma línea, el uso sesgado del aparato de medios públicos y la ausencia de una adecuada legislación de pauta publicitaria transforma a muchos medios (sobre todo a los provinciales) en apéndices de los oficialismos de turno.
Una forma patológica de fraude es el manejo arbitrario de las estadísticas, que impide toda evaluación razonable de las políticas. Además, permite darle a las mentiras un barniz para hacerlas aceptables.
No deja de ser un fraude que las transferencias a las provincias por parte del Estado federal estén condicionadas a su alineamiento político, o que se presione a beneficiarios de programas públicos para votar por cual o tal candidato.
Con todo, tal vez el fraude en su máxima expresión es reivindicar como hecho lo que no ha sido hecho; la proliferación de anuncios, carteles, y spots de obras inconclusas, políticas a medio andar o directamente situaciones inexistentes.
Solo en ese contexto cultural es comprensible que se carguen con votos las urnas antes de un comicio o que se adulteren telegramas masivamente y una larga lista de otras aberraciones.
Es probable que lo pornográfico de lo ocurrido en Tucumán pueda ayudarnos a constituir mejores leyes electorales, pero lo que es imprescindible para no vaciar de legitimidad nuestra democracia es luchar contra las bases de nuestra cultura fraudulenta. Solo podremos hacerlo bajo presión de la sociedad civil movilizada. Tucumán debe ser el primer capítulo de una democracia mejor.