Por: Federico Pinedo
Al alba hay que ponerse en marcha para ocupar los sitios que corresponden a la delegación argentina a la entronización del Papa Francisco. Las caravanas oficiales truenan y se deslizan por las calles cortadas, a toda velocidad. Entramos a la Plaza de San Pedro y un pasillo de policías y gentilhombres vaticanos nos conduce frente al altar ubicado en la explanada de la Basílica. Ocupamos la primera fila por la nacionalidad del Papa, que es la nuestra.
Bastante antes del comienzo de la ceremonia, la muchedumbre percibe un movimiento, se para y grita. Francisco hace su primer travesura e ingresa a la plaza en un vehículo descubierto, con el que circula por entre su gente. En algún lugar se baja a dar la mano a fieles que no olvidarán el hecho mientras vivan. Sube de nuevo y sigue saludando. Al pasar frente a nosotros, la sorpresa mezclada con emoción es tal, que nos quedamos paralizados, embobados. Lo fotografío de espaldas, cuando ya dejara tras de sí una sonrisa sorprendida y luminosa.
Se produce luego el desfile de importantes buscando sus sillas. Gentes de todos los rincones del mundo, muchas de ellas ataviadas con sus trajes típicos, especialmente los africanos y un destacado cacique norteamericano, con su sombrero de plumas cayendo a sus espaldas. Frente nuestro, se alinean, detrás de la presidenta argentina, los futuros reyes de Holanda, que la saludan, varios árabes con sus túnicas del desierto, los príncipes españoles, Angela Merkel y nuestro conocido el presidente europeo, Van Rompuy. También gente algo absurda, apostando su rango y relevancia social a zapatos sofisticados. Nobles vaticanos acomodan y son acomodados. Alguna chica de jeans y zapatillas demuestra el poco apego a las formas de muchos jóvenes. Una despampanante acompañante de un ignoto personaje, apenas puede caminar, porque sus zapatos de seda le quedan grandes. El embajador argentino en Roma, Torcuato Di Tella, a mi lado, hace sus comentarios mordaces de sociólogo educado en Oxford. Nuestra delegación se comporta con discreción, salvo por alguna foto de más o por alguna conversación telefónica en plena misa.
El ingreso del Papa es sobrio. La multiplicidad de razas identifica a una Iglesia mundial de aspecto vigoroso en los jóvenes que le dedican sus vidas. Es enorme la prelevancia de gente blanca entre los religiosos. Los rezos en idiomas africanos, ruso o japonés, delimitan ese fenómeno. La misa cantada ocupa un gran espacio. Bajo la cabeza y rezo. Desfilan detrás de mis ojos cerrados cada uno de los miembros de mi familia, chicos y grandes, vivos y muertos, los enfermos por quienes me pidieron, los que quiero, mis adversarios políticos… Cada tanto sonrío callado.
Habla el Papa. El poder como servicio; sólo como servicio. La humildad y la condena de la soberbia, del odio y de la intolerancia. La importancia del respeto y de saber escuchar. El mandato de ser custodios de los demás, de la tierra, del amor. La decisión de privilegiar a los marginados, invirtiendo los términos, atendiendo a los más pobres, a los chicos, a los viejos, a los privados de su libertad. La austeridad severa; el Papa dando el ejemplo. Aquello no es complaciente. Es duro, certero, concluyente, imposible de obviar. Un padre amigo suyo presagia grandes cambios.
La felicidad personal embarga a quienes nos encontramos luego en abrazos. Caminamos como a un metro por sobre el suelo. Los amigos del Papa, monseñor Eduardo García, el padre Guillermo Marcó y el rabino Sergio Bergman (quien habla de la concurrencia masiva de judíos a la ceremonia), nos contagian su alegría. Almuerzo con un Mauricio Macri emocionado y conmovido. El Papa le agradeció su visita y le recriminó no haberle llevado a Antonia, su hija de año y medio. Se olvidó de preguntarle cuándo nos visitará. Sólo atina a caminar agarrado fuerte de la mano de su mujer.