Ciertamente la celebración del día internacional de la mujer, poco tiene que ver con las tradicionales festividades de neto corte comercial las que si bien evocan aspectos sensibles como las figuras de padre, madre, hijo y valores tales como la amistad y el amor, vienen de la mano de una movida mercantil; la que incluso hace que cada país la adecue a sus disponibilidades de calendario y a que en nuestro país algunas celebraciones hayan migrado de fecha para evitar que sorprendan a la población con los bolsillos flacos por la cercanía del fin de mes.
Por el contrario, el 8 de marzo es un día que va más allá de una celebración social. De hecho la elección de esa fecha – como todos recordamos- tiene fundamento en el trágico fin sufrido por un grupo de trabajadoras de la costura de la ciudad de Nueva York en 1857, que reclamaban una jornada laboral de 10 horas. La protesta devino en un incendio en el que perecieron 16 de ellas.
Es por ello que a modo de homenaje, y con su permiso – amigo lector- deseo dedicarle la columna de hoy a una porción muy particular de nuestras conciudadanas que “osaron” con todo éxito incursionar en un bastión masculino por excelencia. La actividad naval.
Desde tiempos muy remotos y hasta hace muy pocos años, el rol de la mujer en la actividad naval estuvo circunscripto a tres realidades igualmente traumáticas para ellas y fundamentales para que el hombre pudiera hacerse a la mar. Y no es que estos roles hayan perdido vigencia o importancia, pero ya no son lo único que la mujer puede hacer en relación con la vida en alta mar.
Las tres clases de mujeres de las que hablo, son las que gozan, sufren, añoran, lloran y ríen con cada una de las alternativas que enmarcan la vida del hombre de mar. La partida, el regreso, la ausencia prolongada, el peligro, la incertidumbre y tantas otras circunstancias que conforman el día a día de la particular profesión del marino y que son seguidas palmo a palmo por nuestras madres, esposas e hijas, con devoción y orgullo por la tarea que cada uno de nosotros cumple en alta mar.
Asumen con energía y decisión, las tareas que quien se encuentra ausente no puede realizar, se esmeran por hacer sentir al navegante que en medio de la inmensidad del mar, no está solo. Ellas están ahí. No hace falta para percibir su presencia, ningún sofisticado método de comunicación satelital, trasladan al lugar más remoto su corazón y el marino lo sabe. Con lágrimas de tristeza en la partida, con lágrimas de ausencia durante la travesía, con lágrimas de felicidad al regresar, pero con formidable entereza, desde que el hombre se hizo a la mar, ellas se convirtieron en el sostén necesario de los protagonistas de la aventura marítima
Pero hubo un día en el que ya no fueron solo partícipes necesarias de nuestra vida. Se hicieron damas de la mar, lucharon contra el prejuicio, contra un ambiente francamente adverso, contra sus propias limitaciones de fuerza física respecto a la de sus pares varones; suplieron esa fuerza con mucho talento, demostraron que podían, que querían y que sabían cómo hacerlo. Sortearon obstáculos, vencieron barreras, rompieron tabúes y hasta nos pusieron en la asignatura pendiente de modificar todas nuestras marchas, himnos y canciones marinas, que no las tienen en cuenta.
Una mención especial merece una particular porción de estas mujeres, que no dudaron en tripular nuestros buques como oficiales, enfermeras, instrumentadoras quirúrgicas e incluso algunas aún como cadetes de una de las escuelas de nuestra Armada durante la gesta de Malvinas. Para ellas, extrañamente a pesar de las declamaciones de inclusión pregonadas a diario por los voceros del “modelo”, no ha llegado aún el merecido reconocimiento. A veces parecería ser que los cultores de la igualdad de género temen exhibir en público a una parte de las verdaderas hacedoras de esa igualdad, tal vez con cierto temor a mostrar grandezas femeninas que no puedan ser adecuadamente encauzadas al servicio de sectoriales y mezquinos intereses políticos. O tal vez porque no hay lugar en este siglo para más de una heroína que empuñe el timón. Aunque por momentos realice maniobras francamente peligrosas para la seguridad de la nave.
Con todo, allí están, como bravas marineras, como valientes soldados, como eficientes policías marítimas y a medida que transcurre el tiempo son cada vez más las que se ganan el merecido trato de ” señora capitán”.
A todas nuestras mujeres, a las que permanecen de guardia en tierra firme, a las que nos relevan al final de cada guardia en el puente o en la sala de máquinas, a las que pilotean el ingreso a aguas restringidas o nos cuidan desde un puesto de control de nuestra Prefectura Naval, a las que cargan fusil y protegen un destino militar, a todas y a cada una de ustedes, llegue el reconocimiento por lo que cada día hacen por nosotros, por ellas mismas y por la Patria.