Finalmente, a poco más de un mes de asumir el Gobierno, Mauricio Macri anunció quiénes ocuparán las jefaturas de los Estados Mayores, el conjunto y cada una de las fuerzas. Recordemos que desde 1983, a diferencia de las fuerzas de seguridad, las Fuerzas Armadas no tienen jefes, ya que el único comandante es el Presidente de la Nación. Las jefaturas de Estado Mayor no habilitan a quienes las detentan a ordenar desplazamientos de tropas o uso de las armas sin el consentimiento del comandante. A veces es bueno recordárselo a los propios interesados.
Los cambios anunciados presuponen una fuerte purga de al menos 22 generales para el caso del Ejército, dado que el designado general, Diego Suñer, ocupa el puesto 18.º en el orden de precedencia de la fuerza y a ello se le suman otros desplazamientos en el Estado Mayor conjunto y los que el propio nuevo jefe promueva una vez que proponga a quien lo secundará. El mensaje aquí fue claro: “Cuantos menos vestigios queden de César Milani, mejor”. Por ello es probable que algunos otros generales también deban abandonar las filas del Ejército.
Para la Armada y la Fuerza Aérea el criterio fue bien distinto. Se eligieron oficiales de entre los más antiguos y ambos, tanto el vicealmirante Marcelo Srur como el brigadier Enrique Amrein, con pergaminos más que suficientes para honrar con creces el cargo para el que han sido propuestos. No obstante, en ambas fuerzas y por debajo de ellos en la pirámide castrense, existen conspicuos oficiales militantes a los que el sentido común indicaría que les ha llegado su hora.
Hasta aquí lo que ha hecho Mauricio Macri es lo más fácil de hacer: producir un natural recambio de hombres, reemplazándolos con otros menos comprometidos con el Gobierno anterior. Pero el verdadero desafío con el que debe enfrentarse es el de producir de una vez el verdadero cambio que las estructuras militares de la patria necesitan desde hace ya más de tres décadas.
Tanto el ministro de Defensa Julio Martínez como su vice, Ángel Tello, conocen debidamente a las fuerzas. El primero viene de ser vicepresidente de la Comisión de Defensa de la Cámara de Diputados, mientras que Tello es un nombre del palo, profesor en academias de guerra, coorganizador de los famosos ciclos “Almirante Storni”, netamente navales, y estudioso de la cuestión militar; sabrá diferenciar la paja del trigo y filtrar adecuadamente una interesante cantidad de iniciativas que por estos días comienza a llegar a distintos despachos de asesores del Ministerio.
Aquel famoso suceso de militares chilenos cantando mientras trotaban por la costa de Viña del Mar: “Argentinos mataré, peruanos degollaré, bolivianos comeré” no es, por cierto, simpático, pero nos habla a las claras de cuáles son potencialmente las hipótesis de conflicto para las que Chile prepara a sus tropas, aunque ya no lo declamen cantando. Esto no es descabellado, un país arma sus defensas basándose en los peligros potenciales que puede enfrentar y para el caso de nuestros vecinos esos peligros no pasan ni por China ni por Rusia.
Nuestro país decidió unilateralmente eliminar toda hipótesis de conflicto. Una suerte de pensamiento mágico que indica que nunca jamás tendremos un conflicto con vecino alguno, ni por la medianera, ni por el agua, ni por una inmigración masiva. Dios quiera que así sea, pero entonces, si no hemos de tener conflictos externos y no las hemos de emplear para cuestiones internas, ¿para qué queremos tener Fuerzas Armadas?
Obviamente la respuesta a esta pregunta no es su eliminación, ya que dejar al país más indefenso de lo que ya se encuentra sería un error de consecuencias imprevisibles. Lo que deberá iniciar necesariamente la actual administración (sabiendo que en un período de gobierno no verá resultados que pueda mostrar con orgullo) es una profunda reestructuración de fondo y de forma en las estructuras militares de la nación.
Hoy tenemos un ejército que recobró notoriedad en los últimos años por las supuestas tareas de inteligencia interna que, de la mano del general Milani, fueron puestas al servicio personal de la ex Presidente y que involucran a la fuerza en temas tan turbios como escuchas ilegales a personalidades de la política, la Iglesia y los sindicatos, e incluso sospechas de participación en los sucesos que terminaron en la aún no esclarecida muerte del fiscal Alberto Nisman. Por estos días todos los medios de prensa dan cuenta de los estrechos nexos entre agentes de inteligencia de la ex Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) y los altos mandos de la fuerza de tierra.
Mientras tanto, la Fuerza Aérea es hoy prácticamente testimonial, ya que casi no le quedan aviones en servicio. Sólo han existido espectaculares anuncios de producción en serie de aviones en el mercado local, los que por ahora no pasan de un prototipo que aún no vuela. Un intento de comprar material israelí se topó con la opinión en contra del ex director de Material de la fuerza, quien pagó con su puesto el haber osado arruinar un bonito negocio con escaso rédito para la aviación militar. Un claro ejemplo de lo que un militar con honor debe hacer.
La Armada Argentina, por su parte, libra una sorda lucha contra la Autoridad Marítima Nacional (la Prefectura Naval Argentina) para intentar subsistir. El tozudo control de actividades relacionadas con la Marina Mercante y su personal embarcado, la asistencia y el salvamento a personas en peligro en el mar, el control de los ríos y de la pesca ilegal y hasta la actividad antártica, son fuentes permanentes de conflicto. En rigor de verdad, mucha legislación que fue redactada en épocas en que la Policía Marítima dependía de la Marina de Guerra deberá ser actualizada para evitar enfrentamientos estériles entre servidores públicos pagados por un mismo patrón (el Estado nacional). Las actuales conducciones de los ministerios de Seguridad y Defensa parecen tenerlo claro y prometen solucionarlo a la brevedad. De hecho, están recibiendo propuestas al respecto.
Temas paradigmáticos, como la conveniencia de que un buque como el rompehielos Almirante Irízar (que no es de la Armada) o los buques hidrográficos de uso civil propiedad del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) sigan siendo tripulados por marinos militares en lugar de sus naturales tripulantes civiles, comienzan hoy a plantearse en boca de allegados al propio ministro de Defensa.
Pero el gran desafío pasará por responder la pregunta antes enunciada con realismo y tal vez con crueldad. El país ya no puede seguir soportando estructuras gigantescas pero vacías de contenido. Desde un Hospital Militar Central donde los enfermos caminan centenares de metros para ir de un servicio al otro dentro de un nosocomio derruido, que bien podría reemplazarse con un edificio más racional y moderno, que podría ser financiado sólo con el valor del terreno del actual emplazamiento. Pasando por barrios militares en las zonas más caras de la ciudad y edificios sede de las fuerzas en plena capital, cuando en realidad deberían ser redistribuidos en bases y cuarteles cercanos a las zonas que deben custodiar. Hasta el desprendimiento de todo el material obsoleto —cuando no inoperable—, que solamente sirve para emplear mano de obra en inútiles tareas de mantenimiento sin grandes resultados. Pintamos y repintamos barcos y tanques viejos una y otra vez.
Si Mauricio Macri es capaz de vivir en su propia casa y descansar el fin de semana en su propia quinta, ¿por qué una milicia pobre debe seguir quemando recursos en lujosas viviendas oficiales y verdaderas estancias de recreo para sus altos mandos? La pregunta en boca de un ciudadano es lógica, pero realizada por un funcionario de gobierno es mucho más que promisoria. Si hemos de cambiar, cambiemos a fondo y en todo lo que haga falta. Es ahora o nunca.