Domingo Sarmiento fue, como señala su himno, un hombre polifacético, en el que convivían, al mismo tiempo, distintas personalidades que lo hicieron sin duda un personaje admirado y odiado al mismo tiempo. Admito situarme en el primer sector.
No obstante la coexistencia de esas facetas, es casi imposible hablar de alguna de ellas sin omitir una referencia a otra. ¿Maestro? No resulta factible sin vincularla a la del político y la de este sin relacionarla con la del militar, etcétera. ¿Jurista? No es posible sin acercarla a la figura del exilado, a la del autodidacta, al del individuo despojado de todo apetito crematístico, que sin embargo suponía (con acierto) que la nación tenía con él una deuda impaga.
Quizá de pocos compatriotas públicos existan tantas anécdotas como de Sarmiento. Ello no solo se debe a la exuberancia de su carácter. Sirve, además, para informarnos de otra Argentina, un país en el que la moral no se escondía y la decencia económica era una materia que no servía para hacer campaña electoral, la virtud era un valor entendido, había que acreditar distintos méritos (inteligencia, coraje, imaginación, talento, capacidad para proponer soluciones a problemas concretos), la pretensión de ser refractario a un supuesto soborno no estaba considerada y si alguien la hubiese planteado, solo habría despertado mofas.
En cierta ocasión, ejercía la Presidencia de la Nación el doctor Nicolás Avellaneda, le preocupaba mucho la salud del antiguo presidente, que se negaba con obstinación a someterse a un control médico. Llamó entonces al doctor Ignacio Pirovano, uno de los mejores y más prestigiosos médicos que existían en la Argentina y le expuso su inquietud.
Pirovano -que además de médico prestigioso era poseedor de una notable cintura política (no en vano había sido condiscípulo y amigo de Carlos Pellegrini y Miguel Cané)- “captó” la inquietud de Avellaneda y constituyó una junta médica destinada a examinarlo, para llevarle el informe al Presidente. Apeló para ello a la fama de Sarmiento, cuya egolatría resultaba muy conocida, y para inflar su “yo” (diría un psiquiatra de esta época), le dijo: “General Sarmiento. Usted no puede morirse y privar a la posterioridad del conocimiento de su extraordinario físico. Sométase a este examen que le solicito en nombre de la ciencia y la humanidad”. Sarmiento, que era vanidoso, sucumbió a esa solicitud y se prestó con muy buena disposición al estudio requerido. Pirovano se frotaba las manos, lo había logrado.
Pero Sarmiento, que sería un loco (como lo llamaban sus enemigos) o un ególatra, nunca un lelo, en medio de la revisación y con el fin de poner fin a la entrevista, les dijo a sus examinadores, tomando del respaldo de la silla su camisa: “Señores: Si es cierto que les preocupa mi salud, ¡háganme de nuevo presidente de la república!”.