Por: George Chaya
Compartiré hoy con el lector algunas ideas que exprese en mi libro La yihad global, el terrorismo del siglo XXI, editado en el año 2010. Recuerdo que al mismo tiempo de la publicación de la obra, los llamados analistas políticos o especialistas sobre Oriente Medio no tenían la menor idea de que no existía tal cosa a la que llamar Primaveras Árabes, y no fueron pocas las críticas a mis anticipaciones sobre los eventos de los que hoy somos testigos.
Sin embargo, opinólogos y autoproclamados analistas desgranaban teorías tan dispares como cercanas al final de la historia. En otras palabras, hoy estas personas deberían sentir vergüenza, pues demostraron con el paso del tiempo (en poco menos de seis años) que conocían tanto del mundo árabe-islámico como este humilde pensador conoce sobre el ciclo reproductivo de la medusa.
Estas personas generaron la peor y más estruendosa sordina de aplaudidores norteamericanos, latinoamericanos y europeos, cómodos observadores televisivos de esos eventos desde el living de sus hogares y, sin sonrojarse e influenciados por la prensa arabista, hasta llegaron a conceptualizar tales eventos como revoluciones árabes, cuando, en realidad, en aquellos días estábamos viviendo el ascenso al poder de la ideología yihadista en toda la región.
Muy pocos, diría que no más de un puñado de colegas, aseveramos que no podía decirse que estábamos ante revoluciones genuinas en el mundo árabe. Nadie, ningún analista responsable y conocedor del terreno, podía sostener tal cosa desde una evaluación profesional rigurosa.
Una revolución verdadera llega y se instala de manera silenciosa. Y lo que se veía allí era engañoso, sin los ingredientes de una revolución. Sólo eran movilizaciones de algunos miles de personas no exentas de ser manipuladas por distintas y diferentes causas, entre ellas, las tácticas de la yihad y el radicalismo político-religioso.
Lo concreto es que las verdaderas revoluciones se gestan en voz baja y lo que había allí era solamente tumulto y camarógrafos de Al-Jazeera publicitando eventos como revolucionarios a través del montaje de un teatro callejero. Sin embargo, hay que reconocer que en ese momento mal no les fue, aunque hoy son los grandes responsables del ascenso, el afianzamiento y los crímenes de los grupos terroristas que están devastando y destruyendo Libia, Irak, Siria, Yemen y más allá, hasta Afganistán y Pakistán, generando miles de desplazados e inmigrantes, aunque curiosamente ni uno solo de los países árabes —excepto Líbano— ha sido recibido por los países árabes poderosos y sí por Europa.
Pregunte usted al millón y medio de libaneses de la Revolución de los Cedros que colmaron las calles de Beirut en 2005 en qué acabaron sus ansias genuinas de libertad. La respuesta que obtendrá será simple: fueron diezmados por el integrismo radical de Hezbollah auspiciado por Teherán.
Del mismo modo, nadie puede negar que el movimiento verde en Irán haya sido revolucionario en 2009, y que, de haber tenido éxito, habría puesto fin al establishment de la República Islámica para sustituirla por un sistema político secular que separara la mezquita del Estado. El resultado: también fueron aniquilados por los khomeinistas.
Inversamente, también los esfuerzos de Hezbollah para tomar el Líbano e impedir durante los últimos 26 meses la elección de un presidente constituyen igualmente un intento de cambio revolucionario, ya que el sistema secular del Líbano marcha hacia una República Islámica, lo que demuestra que los cambios también pueden producirse en ambos sentidos. En consecuencia, se debe ser muy cuidadoso cuando se analiza y se opina sobre el mundo árabe-islámico.
Una revolución debe ser algo más que gritos y demandas que piden el fin de un gobierno para reemplazarlo por otro peor; si no, miremos la tragedia de los refugiados, rebasando las capacidades de Europa en recibirlos y, peor aún, contabilice el lector los miles de muertos que esas “revoluciones” han dejado, ya sea devorados por el mar en su huida desesperada o fusilados, decapitados y asesinados de las formas más crueles e inhumanas en tierra por los islamistas revolucionarios del Califato de Abu Bakr al-Baghdadi.
Es de esperar que los occidentales hayan aprendido la lección. No es lo mismo analizar los eventos del mundo árabe con el mismo pensamiento o prisma que se aplica desde este lado del Atlántico y no se puede ni debe juzgarse una revolución por su teatralidad. Algo real tiene que suceder para que una revolución se produzca y genere cambios para bien de los ciudadanos, y nada de eso ha sucedido en aquella región.
Lo que se observa actualmente en Oriente Medio y el Magreb está muy lejos de indicar que los tumultos y las movilizaciones hayan sido revoluciones reales. Muchos de los saqueos, la destrucción cultural y los desmanes producidos en las ciudades sirias no fueron liderados por verdaderos demócratas sino por organizaciones terroristas que secuestraron los legítimos reclamos del pueblo sirio contra la dictadura de Bashar al Assad. Los terroristas utilizan siempre reclamos genuinos de la población marginada social y económicamente, pero el problema real es que el terrorismo yihadista se extendió, ayudado en ello por la ignorancia existente de este lado del Atlántico, que incluso hasta lo favoreció por acción u omisión.
Como sea, las cosas nunca son tan malas como parecen en el mundo árabe, siempre pueden ser peor. Es innegable y muy básico que en la región está en juego el avance del yihadismo radical o, por el contrario, el freno y la neutralización de esa ideología que ha generado los peores males a los pueblos árabes.
Lo que el lector debe saber es que de Yemen a Irán, del Líbano a Somalia, de Egipto a Jordania, Siria y Túnez, se cometen crímenes políticos porque hay un gran número de energías en pugna y en muchos casos no hay manera de saber quién toma las decisiones, por no hablar de la falta de decisiones que deben ser tomadas por el denominado mundo libre si se despoja de su manto de rampante hipocresía.
Por tanto, a quienes no conocen los avatares del Oriente Medio y el mundo árabe-islámico, permítanme decirles: “Bienvenidos al mundo real”. Esta y no otra es la realidad árabe actual, un mundo que se debate entre desvencijadas dictaduras y el avance impiadoso de una ideología radical que se expande en la región. De allí que a aquella opinión pública y prensa internacional que supone que los árabes hoy son revolucionarios contra las tiranías regionales hay que decirle: “Ello no sólo es incorrecto, sino falso y muy peligroso”.
En consecuencia, la pregunta sigue siendo si es posible transitar pacíficamente de una dictadura a una democracia. La respuesta es sí. Los ejemplos de Taiwán y Sudáfrica lo reafirman. Pero eso no tendrá lugar bajo el estereotipo confrontativo de la calle árabe según el cual las masas están motivadas, sobre todo, por su furia implacable contra Israel por la opresión —fantasiosa e imaginaria— de sus hermanos palestinos, que ya viene siendo tiempo de explicarle al mundo que son tan árabes como los sirios, los jordanos o los iraquíes y tan palestinos como los escandinavos. Ese mito, junto a la inclinación cultural totalitaria de la ideología yihadista, es lo que impidió e impide la democracia a través de la historia en los países árabes.
La realidad se desnuda ante los hechos y la peligrosa crisis que escala día a día entre el Irán chiíta y la suna de Arabia Saudita es irrebatible desde cualquier posición ideológica o judeofoba.
Ya no cabe duda de que este es un muy buen momento para apoyar a los pueblos árabes, sin la hipocresía de Moscú, Washington o Bruselas; los dos primeros con bombas y el tercero ofreciéndoles agua mineral y una visa indigna como refugiados en Europa.