Por: Horacio Minotti
En cualquier democracia, cualquiera tiene el derecho a elegir con libertad. En las democracias representativas, lo que se elije es justamente un representante o una lista de ellos, con lo que, de acuerdo con la teoría del contrato social, plasmado en el cuerpo constitucional, se delegan funciones de gobierno de algún tipo, sean legislativas o administrativas.
Es un claro contrato, donde el ciudadano cede derechos total (el uso de la fuerza legítima) o parcialmente (el derecho de propiedad, para ser reglamentado) y recibe, a cambio, el hecho de que un ciudadano o un grupo de ellos se preocupe por cumplir los fines del interés común.
Sin embargo, desde algún punto de vista, uno podría creer que el contrato se encuentra viciado. Para que la voluntad sea expresada válidamente, debe existir discernimiento, intención y libertad, por parte de los contratantes. Incluso en derecho penal se sanciona a quien utilice un ardid o engaño para viciar la voluntad en una relación jurídica de este tipo.
Lo explica claramente el artículo 897 del Código Civil. “Los hechos humanos son voluntarios o involuntarios. Los hechos se juzgan voluntarios, si son ejecutados con discernimiento, intención y libertad”. Por lo cual, queda claro que si la elección de un candidato se produce con la carencia de estas características, o alguna de ellas, dicha elección es un acto involuntario y por ende, sin consecuencias jurídicas, un hecho que no puede generar una representación legítima.
Discernir es, de acuerdo con la definición de la Real Academia, “distinguir algo de otra cosa, señalando la diferencia que hay entre ellas”. Ahora bien, distinguir a un candidato bueno de uno malo, requiere, sino conocimiento, buena información. Pero la información que se incorpora es parcializada o incluso falsa, por lo cual se priva al sujeto (en este caso el votante),de discernir eficazmente.
No puede objetarse la intención si se trata de la votar. El ciudadano concurre a las urnas con legítima intención de hacerlo, pero todo esto entra en cuestión cuando selecciona al candidato, y aquí entra en juego su capacidad para discernir, relacionada con los datos con los que cuenta, para distinguir una cosa de otra.
La libertad es la facultad natural del hombre de hacer determinada cosa u otra, o de no hacer. Esta facultad se ve afectada, cuando alguien es obligado por la fuerza o violencia a hacer algo que no haría de otra forma (ir a un cajero automático y entregarle tu dinero a un desconocido no constituye una donación, si el acto se ejecuta con el presunto donante con una pistola en sus riñones y su vida bajo amenaza). Ahora bien, la violencia no sólo es coactiva desde lo físico, los tribunales han aceptado la existencia de violencia psicológica, muchas veces tan o más dañina que la física. La violencia psicológica condiciona y quita la libertad. Quien es dominado psicológicamente por otro por el medio que sea, y es llevado a hacer cosas que, posiblemente, no haría de no haber sido influido por evidencia falsa, carece de la libertad suficiente.
Cuando el Código Penal establece el tipo de la estafa dice “quien defraudare a otro con (…) calidad simulada (…) o valiéndose de cualquier otro ardid o engaño”, es decir, la ley penal considera punible a quien nos induce a hacer determinada cosa, haciéndonos creer que posee cualidades que en realidad no posee. Esto es así, porque nos quita la libertad y el discernimiento. ¿Qué otra cosa hace un candidato que dice poseer cualidades que no posee, mediante un ardid manifiestamente engañoso?
Pues bien, los personajes que crean los gurúes publicitarios para las campañas electorales no son personajes reales, simulan una supuesta realidad, y condicionan psicológicamente al elector. Así, los candidatos suelen exhibir personalidades que no tienen, porque las crean publicistas, apelando a las necesidades psicológicas de los votantes, en un contexto o marco adecuado para que el mensaje entre en el receptor, con mayor o menor firmeza, de acuerdo al público al que se apunte, y siguiendo la estrategia general de un costoso “estratega de campaña” de esos que se han puesto de moda desde Dick Morris para acá.
Tal esquema apunta directamente a la psiquis del votante, la influye y define una elección, haciendo que el que debe seleccionar un candidato lo haga tomando en cuenta parámetros irreales, de propuesta y personalidad, viciando ab initio el contrato entre las partes. Esté seguro el lector que el tipo simpático de la campaña no es en realidad tan simpático en la vida. O que la señora que se muestra decidida en un spot de 36 segundos, puede ser bastante vacilante luego. O que el candidato que hace cosas “adorables” por sus hijos en la campaña es un padre del montón.
Por ende, quien sufraga no lo hace por las propuestas, ni por las calidades reales del candidato, sino por la posibilidad que éste ha tenido que crear otras calidades, aquellas que el “ideólogo de campaña” determinó que son las que la sociedad está buscando, las cuales imputa al candidato en un aviso televisivo, configurando un ardid o engaño.
Veamos. En 1999, se creó una publicidad en la que aparecía Fernando De la Rúa, a la postre presidente, diciendo que iba a ser el médico de los enfermos, y el policía de los que necesitan seguridad, etcétera. Allí se observaba a un De la Rúa enérgico, caminando con su sobretodo al viento entre un grupo de policías blandiendo sus armas, como quien llega al rescate de un secuestrado.
Esa imagen de fortaleza y decisión no pudo observarse en De la Rúa en ningún momento de su gobierno, ni tampoco antes de éste. Podría tener infinidad de cualidades, pero la fortaleza y la decisión nunca estuvieron entre ellas. Sin embargo esa sensación dejaba la publicidad.
Si el votante no es libre para conocer realmente a quién vota y cuáles son sus programas, porque existen especialistas en manejar su psiquis y por ende, influyen en su toma de decisiones, no existe libertad real al sufragar, el contrato está viciado porque además su discernimiento tampoco resulta claro en tales condiciones; y por ende el contrato social reflejado por el cuerpo constitucional es imperfecto y nulo, por lo que, enfrentamos una democracia de bajísima intensidad o subdemocracia.
La democracia ateniense, símbolo de la cuasi perfección participativa, en tiempos remotos, padecía un par de graves defectos, observados desde la óptica actual. No participaban los esclavos ni las mujeres. Ahora bien, si tenemos en cuenta que los esclavos empiezan a desaparecer del mundo a mitad del siglo XIX, y que las mujeres adquieren derechos a votar, en la primera mitad del siglo XX, debe perdonárseles a los griegos tal limitación, cuando su sistema data del 500 a.C. Por otro lado, la supresión de la calidad de ciudadanos de ambos grupos sociales era explicita y directa. A diferencia de aquel sistema, en el actual, la supresión de la libertad al emitir el voto, es subrepticia y amañada, no discrimina, nos afecta a todos, y nos resta calidad de ciudadanos, en tanto nos lleva a elegir con presupuestos falsos que condicionan nuestro discernimiento y nuestra libertad.
La afectación del sistema democrático ha llegado al punto de negar a los ciudadanos la posibilidad de elegir (al menos libremente o con libertad psicológica), más que nunca en la historia. Vivimos tiempos de subdemocracia.