Por: Horacio Minotti
Como muchas elecciones de medio término en períodos anteriores, esta parece ser el preanuncio de tiempos de cambio en la Argentina, de mantenerse los resultados que arrojaron las primarias. Así como las legislativas de 1987 desencadenaron el fin del alfonsinismo, las de 1997 marcaron la conclusión del menemismo, estas de 2013 pueden ser la última pendiente de la montaña rusa kirchnerista.
Y como bien dijo el gobernador bonaerense Daniel Scioli, primer K en reconocer esta realidad, “este gobierno debe terminar lo mejor posible”. Finalizar como en los dos casos mencionados en el párrafo anterior sería dramático para muchos argentinos e implicaría, una vez más, empezar de cero.
Así las cosas, todo indica que vamos hacia un cambio político en la conducción de la Argentina, que seguramente implicaría una modificación de estilo, una rotación de paradigmas y ejes centrales de gobierno y lógicamente de funcionarios. El problema es si se generará un cambio de matriz o no. La pregunta es específicamente en términos de calidad dirigencial y control de la corrupción, posiblemente, la madre de todas nuestras desgracias.
Sucesivamente, los gobiernos han ido cambiando, rotando entre partidos políticos o variantes con presunta distancia ideológica dentro del mismo espacio. Por caso, el menemismo tuvo una impronta privatizadora y de autorregulación del mercado, mientras que el kirchnerismo produjo un proceso estatizador con fuerte intervención pública en la regulación y control de la actividad económica, aun proviniendo ambos del mismo partido.
Pero en lo que no se han diferenciado estos procesos es en los niveles altísimos y gravísimos de corrupción administrativa. Esto es lo que ha generado, por ejemplo, que pese a los siderales ingresos recibidos por el Estado en estos diez últimos años, el país permanezca con idéntica pobreza estructural, idéntica infraestructura de comunicaciones, tendido eléctrico y provisión de servicios públicos. Parece ser que “alguien” se ha quedado en su bolsillo los altos dineros que todos, debimos disfrutar este decenio.
De tal modo, saltar de un gobierno a otro, aunque tengan diferentes estilos, aunque la administración que venga decida no agraviarnos por cadena nacional, mentirnos un poco menos o reconocer los niveles de inflación; la sombra de la corruptela probable aparece siempre en nuestro horizonte; y esa corruptela es la que mata, la que genera dolor, angustia, miseria y marginalidad. No sirve crear policías municipales si uno genera brutales desigualdades sociales porque se roba los ingresos del Estado.
Los dos pilares de combate la corrupción son los dos mismos que sirven para terminar con cualquier otro delito: la prevención o los controles, y la sombra de la sanción, que juega el rol preventivo, en tanto y en cuanto el posible autor de actos de corrupción, sabe que sus conductas pueden acarrearle graves consecuencias. Por lo tanto, será fundamental que alguna vez en la Argentina, el grupo político que deja el poder, en medio de sombras de altos niveles de corrupción, pague ante la Justicia las consecuencias de ello.
La realidad es que en todos los procesos políticos de peso (del ’83 a estos días) la respuesta judicial a la corrupción ha sido al menos endeble. Y esto se debe a la red de encubrimiento que la política en general, sin distinción de partidos, genera a su propio favor, implicando también en esa red a buena cantidad de jueces. El verdadero cambio en la Argentina implica necesariamente el castigo a la corrupción y el incremento de los controles para que se haga imposible repetirla de modo masivo. Si esto no ocurre es como dejar de votar a Al Capone para empezar a votar a Alí Babá.
Simplemente, con impunidad no hay cambio. Durante unos meses, tal vez un par de años, las caras menos conocidas producirán un halo esperanzador, y luego empezaremos este tobogán interminable en el que hemos entrado hace algunos años. Porque cambiar rostros no implica asegurarnos cambiar la matriz de corrupción, en tanto los que vengan se preocupen por garantizar la impunidad de los que se van. Porque si obran de ese modo, es simplemente porque esperan la devolución del favor para cuando les toque irse a ellos.
El salto de calidad democrática que necesita la Argentina recién se producirá cuando un gobierno nuevo decida impulsar las causas por corrupción del anterior y procure aportar a la Justicia todos los elementos necesarios para el justo castigo de quienes desfalcaron el país. De otro modo, esteremos empezando otro ciclo del que podrá preverse un nuevo final trágico y nuevas frustraciones. Otra década perdida y otra generación frustrada.
Mariano Moreno, vinculándolo con el desconocimiento del pueblo sobre sus derechos, pronosticaba que “nuevas frustraciones sucederán a las antiguas, y será tal vez nuestro destino, cambiar de tiranos sin destruir la tiranía”. ¿Será nuestro destino cambiar de corruptos sin destruir la corrupción? El destino lo hacemos nosotros, solamente hay que saber mirar con cierto detenimiento. Venimos acostumbrados a votar pensando en que “este es el único que puede sacar a aquel” y esta mecánica nos compromete con niveles de superficialidad en el análisis que arrojan resultados repetidos.
Está dicho, con impunidad no hay cambio sino continuidad sistémica. El mismo entramado mediante el que distintos sectores políticos dominantes se protegen unos a otros seguirá plenamente vigente si la impunidad se impone otra vez. El cambio real empieza por el tratamiento serio de la problemática de la corrupción, disparadora de todos los otros males argentinos. Primero Justicia, lo demás es sanata.