Por: Horacio Minotti
“La política no es solamente conflicto, también es construcción. Y la democracia necesita más especialistas en el arte de la asociación política”, dice el ex presidente Raúl Alfonsín en el prefacio de su Memoria política. En realidad, y me permito avanzar algo más el concepto, lo que se necesitan son más especialistas en la asociación de personas. Se requieren más acuerdos sociales para que la política tenga de dónde asirse y carezca de hacia dónde escaparse. Desde Alfonsín a estos tiempos, la sociedad ha ido sufriendo un retroceso en materia de unicidad y hacia la división. Es decir, de aquella unión, desde tales consensos, se ha ido retrocediendo a las épocas de las más brutales divisiones. Al estilo de estos tiempos claro, donde la violencia física juega un rol menor en términos político-sociales, no obstante esto no obsta a la división.
La democracia, que por definición es tolerante, ha perdido ese rumbo. No puede negarse que a la gente no se la mata por opinar diferente. El kirchnerismo alega que existe una enorme libertad de prensa en razón a ello: no hay muertos o torturados por opinar diferente. Pero la intolerancia K se ha ejercido de acuerdo al espíritu de los tiempos: no te secuestro pero te mando a la AFIP; no te cierro el diario pero sacó una ley con mis mayorías legislativas exclusivamente destinada a complicarte a subsistencia; no matan jueces en un esquina pero les pongo un Consejo de la Magistratura que los destituya a mi capricho.
En estos últimos diez años, el retroceso en materia de convivencia democrática ha sido incremental, y se ha reflejado en la retórica gubernamental, porque se ha ejercido el poder desde la división: ellos o nosotros, y ellos son todos aquellos que, en cualquier aspecto, disientan con nosotros, sea que no los geste nuestra corrupción, que no crean en nuestro discurso vacío en materia de derechos humanos, o que intenten explicar que se puede gobernar en el marco de la ley. Dice Alfonsín en ese mismo libro, pocos párrafos después: “toda mi actividad política buscó fortalecer la autonomía de las instituciones democráticas y fortalecer el gobierno de la ley, para que la ley y el estado de derecho estuvieran separados de cualquier personalismo”. Tanto el menemismo como (y especialmente) el kirchnerismo, gobernaron desde personalismos absolutos al margen de la ley en muchos casos.
El estado de derecho no consiste únicamente en seleccionar gobernantes mediante el voto. Es mucho más que eso. Implica además que esos gobernantes se sometan a la ley de todos, mecánica indispensable de la soberanía del pueblo. Durante este 2013, casi todo el año, se produjo una prolongada batalla político-social para sostener la vigencia de las instituciones de la República, mientras los gobernantes seleccionados por el pueblo trataban de darle vida a una ley abiertamente inconstitucional para reformar el modo de selección de los miembros del Consejo de la Magistratura y así manipular a su antojo el Poder Judicial.
La cosa terminó con un fallo de la Corte, que por cierto decretó la inconstitucionalidad de esta intentona. Pero se perdió todo el año, con la sociedad resistiendo una voluntad indeclinable del gobierno por violar la Constitución. ¡Un año entero tratando que un gobierno no viole la Ley Fundamental de todos! Un disparate, impensable en aquel 1983. En un país que claramente no tiene un año para perder, porque mucha gente muere de enfermedades fácilmente curables, padece hambre, miseria o marginalidad estructural, o es asesinada por las calles por 50 pesos. No puede perderse el tiempo en estas batallas obsoletas, mucho menos cuando se incentivan desde el gobierno, tanto como las divisiones.
La Argentina vive del ’83 para acá una especie de tobogán siniestro en el cual la política se ha alejado de la gente, cuando la política es la gente y no los 50 tipos que se adjudican su propiedad; se han profundizado las divisiones con un nivel de violencia (al menos en términos retóricos), típico de las peores épocas de nuestra historia; el avance de los niveles de corrupción es impensado y extraordinario; el desprecio por la ley del pueblo en beneficio de los sectores gobernantes se ha transformado en la mecánica de ejercicio de la administración, y se han manipulado y bastardeado cuestiones esenciales para la vida democrática, tales como el concepto de derechos humanos, en los que nuestra sociedad fue un maravilloso ejemplo en aquellas épocas.
Por cierto, sería ridículo pensar en volver al ’83. Era otro contexto, otro mundo, y el futuro no se construye en base a nostalgias. Ni siquiera para los que vivimos esa época con orgullo y ferocidad militante. Esta es otra realidad. Con similitudes, pero con características propias. Lo que es cierto es que, como entonces, hay que reconstruir la institucionalidad y si algo debe tomarse del espíritu de aquella época, es la búsqueda del respeto irrestricto por la ley, empezando por quienes deben llevar adelante la administración; y siguiendo por la enorme vocación social de esos tiempos, tan deseable ahora, de volcarse a las calles a reclamar y exigir por nuestros derechos.
Un pueblo conocedor de sus derechos y su soberanía exclusiva, haciéndolos respetar a rajatabla, controlando al príncipe, reclamando información. Una sociedad consciente de que la utopía del gobierno de la ley, tiene ese carácter porque no hemos hecho lo suficiente y del modo correcto. La utopía como fin tiene un rol social, empuja al grupo hacia la meta. Y uno se sorprende cuando observa cómo, a lo largo de la historia, tantas se han hecho realidad. La utopía del gobierno del pueblo, por y para el pueblo, es posible, y como siempre, depende de nosotros.