Por: Horacio Minotti
En estos tiempos, parece que la frase derechos humanos se ha reducido a algo así como la acumulación de gestos improductivos y palabras grandilocuentes sin efecto práctico. Pero hubo un tiempo en que se realizaron acciones concretas y reales en pos de garantizar los derechos humanos en nuestro país, épocas en que, además, la cosa no era tan sencilla.
La fecha olvidada es el 13 de febrero de 1984, hace exactamente 30 años, en la que el Congreso de la Nación, por iniciativa e impulso del presidente Raúl Alfonsín, sancionó la ley 23.049 que reformaba el Código de Justicia Militar, para evitar que las juntas responsables del genocidio de fines de los 70 y principios de los 80 sean juzgadas por tribunales militares.
Dicha norma estableció que la Justicia Militar solo atendería los delitos que afectasen su propia actividad, mientras que todo otro delito cometido por un militar debería ser juzgado por la Justicia ordinaria, la de todos. Asimismo, se estableció que los fallos de los tribunales militares podían ser objeto de apelación ante la Cámara Federal, y que además, en caso de que la Justicia Militar demorase excesivamente una sentencia, dicha Cámara podía tomar el expediente en sus manos y tramitarlo por su cuenta.
Es esencial hacer notar que en febrero de 1984, Alfonsín llevaba dos meses a cargo de la presidencia, el poder militar y su vocación de gobierno eran todavía un problema serio. Los uniformados habían abandonado el control del Estado por el error estratégico de la guerra de Malvinas, pero sus referentes en términos de violencia eran todavía hombres jóvenes con peso dentro de las Fuerzas, como Jorge Videla y Emilio Massera. Desde 1955, es decir a lo largo de 30 años, los gobiernos constitucionales duraban un promedio de tres años, en un uso muy relativo del poder, y ninguno de ellos, como sí lo hizo el de Alfonsín, sometió a la Justicia el accionar de los dictadores de turno que los precedieron. No lo hizo Arturo Frondizi respecto a los dictadores de la llamada Revolución “Libertadora” que derrocó al general Juan Perón, ni tampoco lo hizo Héctor Cámpora ni el mismo Perón, respecto a los golpistas de la Revolución “Argentina” que los precedieron. Sea porque acordaron con los dictadores o tal vez porque ninguna de ellas tuvo la violencia y desmesura del “Proceso de Reorganización Nacional” que antecedió al Alfonsín.
Esta ley olvidada jugó un rol fundamental en el juzgamiento de los genocidas, porque tal como estaba previsto, la Justicia Militar se negaba a proceder al juzgamiento y el 4 de octubre de 1984, la Cámara Federal hizo uso de la norma y tomó directamente en sus manos la administración de justicia en esas causas, que concluyeron en las históricas condenas del 9 de diciembre de 1985.
Históricas desde todo punto de vista. Por un lado porque después de más de 50 años de sucesivas interrupciones democráticas, los golpistas enfrentaban sanciones judiciales. Pero principalmente, porque la Argentina fue ejemplo en el mundo de vigencia plena del sistema institucional. No se trató de una venganza ni de una lapidación pública. Se sometió a los delincuentes a sus jueces naturales, se emitió una condena conforme a las previsiones legales. La respuesta política y social a tan aberrante genocidio no fue un linchamiento público, no se aplicó la ley del Talión, sino la ley de todos. No hubo juicios sumarísimos y se respetó el derecho de defensa en juicio. Por un momento, la Argentina escapaba de la impunidad como método e imponía la legalidad como sistema de vida.
No ha pasado tanto tiempo, pero empieza a perfilarse cierta distancia histórica que permite apreciar los hechos, incluso a aquellos que hace un tiempo preferían omitirlos. También la continuidad democrática permite ciertas comparaciones, odiosas dicen, indispensables creo. Cultivar y fomentar los derechos humanos en los tiempos que corren (aún cuando fuese cierto que es ocurre) es equivalente a repartir planes sociales en Recoleta, si se lo compara con el coraje necesario para dictar y aplicar la ley 23.049, recordada en estos párrafos.
Por plantear una de esas comparaciones odiosas, podemos decir que entre diciembre de 2011, cuando obtuvo media sanción de la Cámara de Diputados y noviembre de 2012, la Ley Antitortura (que diseña en sistema preventivo para evitar torturas en las unidades carcelarias) estuvo parada en el Senado de la Nación, mientras el mismo cuerpo se ocupaba de cosas sustanciales para nuestra democracia y Estado de Derecho, como intentar designar procurador a Daniel Reposo o estatizar Ciccone. No puedo imaginar de quién provendría el “lobby pro tortura” que impedía la sanción, pero si en dichos 11 meses hubo alguien que fuese torturado en una cárcel, y esa tortura pudo evitarse con el sistema que diseñaba esa ley, debe responsabilizar a un Senado inerte, ocupado en cuestiones irrelevantes.
La sanción y aplicación de aquella ley 23.049, junto a otra serie de medidas gubernamentales de la más diversa índole, implicaron el cenit democrático de la historia argentina. Y si bien, para los que apoyamos ese proceso resulta un orgullo, esto es en realidad un enorme problema. Porque el gobierno de Alfonsín debió ser un punto de partida para el desarrollo democrático e institucional de la Argentina, se sembraron las bases para ello, y sin embargo social y políticamente iniciamos luego un profundo retroceso y declive, basado en una cultura autoritaria que no llegó a disolverse y que, aun sin militares y sin violencia física, volvió poco a poco a imponerse en la política y la sociedad.
Es tiempo de un nuevo punto de partida. De volver a buscar entre nosotros mismos a quienes respeten y hagan respetar los fundamentos de nuestra convivencia y subsistencia. Todavía escuchó algunas burlas a una frase de campaña utilizada por Alfonsín: “con la democracia, se come, se cura y se educa”. No me permitiría postularme como un exégeta del viejo líder, pero creo entender que no se refería a votar cada dos años cuando decía democracia. Eso es un punto de partida básico, pero apenas eso. Democracia es también promover y sustentar la educación pública, el derecho a trabajar y a una vivienda digna, no obsequiadas por quien luego pretende manipularnos en base a ese obsequio, ganadas, porque es nuestro solamente aquello que nos hemos ganado. Democracia es igualdad ante la ley, que los niños a 50 kilómetros de Buenos Aires no sigan muriendo de enfermedades fácilmente curables, que el 25% de los miembros de pueblos originarios de noroeste argentino, no sigan usando como sanitario un pozo en el suelo. Democracia es en síntesis, verdadera igualdad de oportunidades, y en tal sentido, aquella frase también es inobjetable. Lo que resulta objetable, por el contrario, es postular que el estado actual de cosas constituya una democracia, aunque nos dediquemos a votar día por medio.