Por: Horacio Minotti
Conocí personalmente al doctor Julio Strassera hace no más de 5 años lamentablemente. Por una cosa u otra no se dio la posibilidad antes. Pero estuve muy cerca en su hora más gloriosa, allá por el 9 de diciembre de 1985. El era un fiscal de la Nación, el que llevaba nada menos que el juicio a la juntas genocidas, y el suscripto era un estudiante secundario, comprometido hasta la médula con la democracia naciente, pero no más que eso.
Ese día él estaba puertas adentro de Tribunales, terminando su alegato acusatorio, y un nutrido grupo de pibes estábamos afuera en la Plaza Lavalle, esperando la sentencia. No vimos ni escuchamos en el momento su voz vibrando, pronunciando la frase “Nunca Más”, vivíamos afuera nuestra propia tensión, porque la democracia era fuerte y débil a la vez. Fuerte por la energía popular que la empujaba a consolidarse como nunca antes, débil porque los que la amenazaban todavía controlaban las armas y el poder de la violencia.
No puedo saber cómo era la vida íntima de Strassera por entonces, un simple y mero fiscal federal, pero debo suponer que familia sentía ciertos temores. Las familias de todos los que estábamos en la Plaza los tenían. Nuestras madres suponían que seríamos los desaparecidos del futuro, porque estábamos ahí acompañando y bancando con escasos 16 años.
Los períodos que podríamos llamar “entre dictaduras” en nuestro país no superaban los tres años desde la caída de Juan Perón en 1955, nuestros padres tendrían entre 10 y 15 años en esa época, se criaron presos del miedo justificado por la represión, y se encontraron a los cuarenta y pico o cincuenta, muchos tenían amigos y familiares desaparecidos; y se encontraron con hijos que nacían a la adolescencia bancando una democracia que parecía pujante y a la vez no lo era, y tenían miedo. La juventud aplaca el miedo, pero tampoco éramos idiotas, sabíamos bien lo que había pasado y el alto porcentaje de posibilidades de que volviera a pasar. La familia del doctor Strassera seguramente también lo sabía.
En contexto regional tampoco era demasiado favorable, nuestros hermanos limítrofes vivían todavía en dictadura, y nosotros ya estábamos mandando al banquillo de los acusados, con las únicas armas del estado de derecho, con sus jueces y fiscales naturales, con la Constitución en la mano, a los genocidas de antes de ayer, no de hace 20 años.
Strassera acusaba, la Cámara Federal condenaba, la Plaza explotaba entre abrazos, llantos y carcajadas nerviosas y felices a la vez, y el fiscal trocaba entonces a prócer, a héroe. La historia que unió mi vida a Don Julio empezó 25 años antes de conocerlo, y el día que pude estrecharle la mano, sentí lo mismo que cuando pude hacerlo con Raúl Alfonsín, o con Adolfo Pérez Esquivel: un profundo y conmocionante agradecimiento por haberme permitido, sin darme cuenta todavía en ese entonces, asegurarle a mis hijos un futuro en paz. Nada menos que por eso, gracias Don Julio.