A mediados del siglo XX, Buenos Aires tenía casi 3 millones de habitantes distribuidos en barrios que, sorteando la uniformidad de la cuadrícula, habían construido sus identidades alrededor de una cotidianeidad compartida entre la escuela pública y el mercado, las calles y las plazas, la unidad básica y el comité, el club y la biblioteca, la estación del tren y la parada del colectivo. El espacio público expresaba la vida común; la buena vecindad era un valor a cuidar, y la diversidad y la convivencia, características de una urbanización que quedó inolvidablemente retratada en las páginas de Arlt y Calé.
Hoy la CABA sigue teniendo similar cantidad de población, pero en una ciudad apoyada en la promoción del mercado inmobiliario y la privatización del espacio público, en la que la dinámica de lo privado se ha impuesto sobre el interés público reemplazando (dictadura cívico-militar y neoliberalismo actual mediante) toda expresión de identidad común en un territorio definido por la desigualdad y la inequidad espacial.
Heredero confeso de las políticas urbanas demoledoras y expulsivas desplegadas por la dictadura, el gobierno macrista reafirma en cada acto que en su Buenos Aires imaginada no hay lugar para igualar las oportunidades de sus ciudadanos, para una discusión democrática y participativa que ponga en cuestión cómo y por quiénes se produce y se utiliza el espacio urbano, y fundamentalmente con qué grado de justicia se distribuyen los enormes recursos con los que cuenta la ciudad más rica y desigual del país.
Es sólo desde esta postura que puede Mauricio Macri proponer una población de 6 millones de habitantes como solución a los problemas del transporte, o la construcción de 300 millones de metros cuadrados a partir de proyectos privados sobre tierras públicas definiendo a la Ciudad como “un gran desarrollo inmobiliario”, y se plantee un “Modelo Territorial 2060” que, partiendo de una idílica ciudad sin problemas de infraestructura y sin actores sociales, se refiere sólo a los objetivos físicos como parámetros de una “ciudad sustentable” resultante de una suma de indicadores internacionales formales, excluyendo de su análisis el derecho al acceso a la salud, la educación, el suelo urbano y la vivienda, la movilidad, la información, o sea, el derecho a la Ciudad del que hoy está privado un gran sector de la población.
Hacer realidad este derecho, construir nuestra sustentabilidad urbana, sólo puede alcanzarse apelando al principal recurso que tenemos: los habitantes y el tejido de sus relaciones, una convivencia que reconozca el derecho de todos a participar en la definición de la Ciudad, y especialmente que los resultados de esta cooperación sean efectivamente reflejados en políticas y decisiones públicas.