Chávez: 20 años en el poder

Jorge Castañeda

Hugo Chávez fue reelecto y, a menos de que algo imprevisto suceda, se mantendrá hasta 2019, es decir, 20 años después de haber tomado posesión por primera vez. Será el mandatario electo con más tiempo en el poder en la historia moderna de América Latina (Porfirio Díaz no tuvo elecciones democráticas). Toda una hazaña.

Al menos hay tres factores que lo explican. El primero, obvio, es el petróleo: sin este recurso Chávez no habría podido financiar las políticas sociales que puso en práctica durante estos 14 años, y sobre todo a partir de mediados del 2002, favoreciendo a mucha gente castigada por años de despilfarro y corrupción en Venezuela. Es difícil saber a ciencia cierta los datos pero se estima que desde 1999, el primer año de Chávez en el poder, hasta finales del 2011 ingresaron a Venezuela 840 mil millones de dólares por exportación de crudo. Mucho dinero para un país de menos de 30 millones de habitantes.

El segundo es el factor cubano: Chávez subsidia a los hermanos Castro y estos entregan a Chávez los ingredientes indispensables de su política social y de seguridad. Sin los médicos cubanos, no habría misiones ”barrios adentro’’; sin los anillos de seguridad cubanos, Chávez no podría confiar en su propio aparato; y sin la inteligencia cubana no podría vigilar y neutralizar a sus propios militares. La ecuación resultante es que: sin petróleo, no hay política social ni cubanos; sin cubanos, no hay política social ni de seguridad e inteligencia; sin política social, seguridad e inteligencia, no se ganan cinco de seis elecciones.

El tercer factor es Chávez. Es un político extraordinario en campaña, una máquina de obtención de votos y un genio para conectar con lo que, se podría llamar el ”alma’’ del pueblo venezolano. En una sociedad étnica, social, geográfica e ideológicamente fracturada por décadas de malos gobiernos, Chávez ha polarizado a la sociedad venezolana, pero ha unido a sus seguidores recurriendo a todos los estereotipos imaginables, desde el desprecio por el color de la piel, o el tamaño de la chequera de sus contrincantes, hasta sus insultos internacionales. En el mundo, Chávez se está quedando solo: ya no lo acompañan los ultimados dictadores de Irak y de Libia, y probablemente tampoco el de Siria; y en una de esas su amigo Ahmadineyad también perderá su empleo. Pero no está solo dentro de Venezuela, sus dotes de político en campaña perpetua, movilizando a las masas de sus seguidores, se mantienen intactas, a pesar de su salud.

Por su parte, la oposición encabezada por Henrique Capriles dio una gran batalla. La libró en condiciones a la vez desventajosas e inevitables. Desventajosas, porque todos sabemos cómo la totalidad de los recursos del Estado venezolano se colocaron al servicio de un candidato; sabemos que los medios de comunicación masiva se inclinaron a favor de Chávez; y sabemos que el aparato electoral estaba dispuesto a hacer lo necesario para que Chávez ganara si fuera el caso. La oposición tuvo que lidiar con el escenario inimaginable de una derrota chavista. Si los analistas apenas podíamos concebir una Venezuela sin Chávez, los votantes tampoco. Las preguntas eran muchas: ¿aceptaría Chávez una derrota?, ¿aceptaría el Ejército una derrota?, ¿aceptarían las milicias armadas una derrota?, ¿aceptarían los partidarios de Chávez en las calles una derrota?

A pesar de todo esto, la oposición no podía dejar de contender. No podía denunciar sistemáticamente la disparidad de la contienda sin desanimar a sus partidarios. No podía descalificar el proceso sin descalificarse a sí misma. No tuvieron más remedio, la oposición y Capriles, que contender, y poner la mejor cara ante una situación imposible en los hechos. Abstenerse, como en el pasado, implicaba condenarse a la marginación; participar denunciando la inequidad de las reglas y de los recursos, equivalía a un suicidio electoral. No había buenas salidas, y la menos mala fue la elegida por la oposición. Podrán cosechar en el futuro.

 

 

Distribuido por the New York Times Syndicate