Por: Jorge Castañeda
Nadie sabe qué ha desatado el flujo de menores de edad a Estados Unidos procedentes de El Salvador, Honduras, Guatemala y México. El número de niños detenidos en la frontera entre México y EEUU se ha duplicado en los últimos meses y se estima que alcanzará más de 100 mil este año. Se calcula que 3/4 de este total provienen de Centroamérica y 1/4 de México, pero eso supone que todos los menores de edad dicen la verdad cuando se les pregunta de dónde son. Sería lógico disimular su nacionalidad mexicana, ya que es más fácil deportarlos a México que a Centroamérica.
La explicación legal del flujo es sencilla. Desde 2002, cualquier menor de edad detenido en Estados Unidos sin papeles debe ser remitido al Departamento de Salud y Servicios Humanos (HHS), a más tardar a 72 horas de haber sido aprehendido. En menos de un mes en promedio, debido a la exigüidad de los centros de detención para un flujo de esta magnitud, son liberados y entregados a familiares en EEUU, mientras se lleva a cabo su juicio de migración. Para todos los fines prácticos, cualquier menor de edad que entre a EEUU sin papeles tiene una muy alta probabilidad de permanecer ahí durante años antes de ser deportado, y en condiciones de legalidad. En el ejercicio pasado, de los 50 mil migrantes menores de edad detenidos por la Patrulla Fronteriza, sólo 2 mil fueron devueltos a sus países de origen.
Cuando los gobiernos de Estados Unidos y México anuncian que los polleros engañan a los pollos al esparcir el rumor de que los niños enviados a EEUU podrán permanecer ahí legalmente, engañan también. Si llegan a la frontera y se entregan a las autoridades norteamericanas, habrán logrado lo que millones de adultos indocumentados aún no logran: la legalización en EEUU. En las últimas semanas, un número creciente de menores de edad, acompañados por sus madres u otros familiares femeninos, han atiborrado los centros de detención acondicionados para ese propósito por Washington y los gobiernos estatales.
Hace bastante sentido que un coyote, si es parte del crimen organizado, divulgue la buena nueva de que, pagando de 6 a 7 mil pesos, una madre hondureña o salvadoreña puede mandar a sus hijos a Estados Unidos con buenas posibilidades de llegar sanos y salvos. O no tan sanos ni tan salvos, ya que en el camino les suceden todo tipo de atrocidades. Pero de alguna manera, con cínica resignación ante las privaciones que imperan en sus países, los padres descuentan este costo y lo incorporan al precio que se le paga al coyote.
Se entiende que el gobierno de Obama no encuentre solución interna al problema. Las únicas posibilidades jurídicas implicarían o bien la derogación de la ley de Bush de 2002, que obliga a remitir a los menores de edad al HHS, o bien cambiar el procedimiento y realizar la comparecencia al principio de la estancia en EEUU, como sucede con adultos. Esto entrañaría un enorme aumento en el número de jueces, de abogados defensores pro bono, y encontrar a quién entregar a los niños en sus países de origen.
En vista de estas dificultades, es comprensible que Washington prefiera que el problema se atienda en Centroamérica, o en el país de tránsito: México. Como difícilmente van a cambiar las circunstancias vigentes en Centroamérica -violencia, inseguridad, desempleo, pandillas- el vicepresidente Biden les pidió seguramente a los mandatarios centroamericanos que detengan la salida y entrada de menores de edad de sus respectivos países. Tal vez, Obama le pidió lo mismo a Peña Nieto en su conversación telefónica.
Nada de esto es posible ni deseable. Ninguno de los países puede sellar sus fronteras. Si accediéramos a hacer el trabajo sucio de los norteamericanos, proliferaría la corrupción, la extorsión, las violaciones a derechos humanos, por parte de aparatos estatales inaptos para estos propósitos. Que Estados Unidos resuelva su problema, ya que saben muy bien cómo: una ambiciosa reforma migratoria, en lugar de extender la guerra contra las drogas a la guerra contra los niños.