Por: Jorge Castañeda
Organizar una Copa del Mundo o unos Juegos Olímpicos cuando se aspira a ser una potencia deportiva es un reto formidable. Sólo pueden realizarlo con comodidad aquellos países que, gracias a su régimen político autoritario, pueden concentrar los recursos del Estado no sólo en la parte logística, de infraestructura y publicidad, sino también en un desempeño atlético sobresaliente. Es el caso de Beijing hace seis años; de Moscú en 1980 (aunque se fue todo al traste debido al boicot por EU y otras potencias occidentales); y EU en los JJOO de 1984 en Los Ángeles, donde la confusión de los ámbitos públicos y privados permite la concentración de recursos necesaria.
La fácil es la de Sudáfrica o Corea con las Copas anteriores, incluso de México en 1970 o 1986: se pudo separar el desempeño de los deportistas nacionales de la capacidad organizadora del país. Se esperaba que México y Sudáfrica organizaran bien los eventos, pero en ningún caso alguien esperaba un éxito deportivo de dichos países; no somos ni seremos potencias deportivas. Las cosas se complican cuando al desafío de la organización y recepción de cientos de miles de turistas se suma la convicción de que el país anfitrión va a salir airoso de las competencias que organiza. China lo pudo hacer, a Inglaterra no le pedían tanto, pero a Brasil, en 2014, le han pedido todo. Como era previsible, no pudo con el paquete.
No es que su desempeño haya sido malo: llegar a semifinal para cualquier país es un gran avance, que nosotros los mexicanos nunca hemos logrado. Evitar grandes fracasos organizativos y accidentes es una hazaña en un país cuyas dimensiones de desarrollo complican cualquier tarea de esa naturaleza. Pero tener que cumplir con dos series distintas de expectativas puede parecer imposible. Es lo que sucedió con Brasil, por lo menos en lo que a sus resultados futbolísticos se refiere; ya veremos cuando se haga el balance de lo demás, si el gobierno de Dilma pudo más que la escuadra de Scolari.
El problema es tanto de sociedad como de instituciones y de desarrollo. Los brasileños le piden demasiado a su selección, y de cierta manera también a su gobierno. No tienen con qué responder, como tampoco podríamos nosotros. La sociedad alemana pide menos en materia futbolística a su equipo y a su gobierno, y puede mucho más. Todavía hay clases sociales entre países. Cuando empezó la moda de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) o de las llamadas potencias emergentes, muchos decían que era sólo justicia. El orden internacional del final de la Segunda Guerra entronizó la correlación de fuerzas de la victoria aliada y la derrota del eje, y apenas comenzaba la descolonización. Era lógico que sólo los cinco países victoriosos tuvieran un escaño permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, y que las economías “modernas”, aunque destruidas, tuvieran mayorías abultadas de votación en las instituciones de Bretton Woods. Medio siglo después, parecía absurdo que países como la India, Brasil o de otra manera Alemania y Japón, siguieran sin presencia permanente en el Consejo de Seguridad, o que Bélgica tuviera más votos en el FMI que China.
Algunos sostuvimos que, aunque esto era injusto, no era necesariamente “malo”. Subrayábamos que transformar dictaduras como China y Rusia a medias en el equivalente de democracias hipócritas pero reales no era una gran idea. Darle poder de veto a países como Alemania y Brasil, que no querían ejercerlo sino hacerse tontos en todo lo que ahí se discute, tampoco era una idea genial. Yo no sé si quienes postulamos esta tesis tenemos o no razón, pero sí sé que en materia de economías emergentes me quedo con las ya maduras, así como para las cosas de la vida moderna. Para las demás, prefiero las sociedades en vísperas de alcanzar el umbral de la modernidad. Sobre todo para pasarla bien. En otras palabras, para la música, el baile o el cine, me quedo con Brasil. Para el futbol, los autos, los aeropuertos y la ropa, me quedo con Alemania.