Por: Jorge Castañeda
Todo indica que en el transcurso del primer semestre de este año Obama enviará al Congreso de Estados Unidos una iniciativa de reforma migratoria integral. De ser así, obligará al nuevo gobierno de México a tomar una de sus primeras decisiones sustantivas de política exterior. La disyuntiva y sus derivadas son más o menos bien conocidas porque corresponden a dos caminos que se han seguido durante los dos sexenios anteriores. Enrique Peña Nieto puede apoyar/alentar/presionar/cabildear al Poder Ejecutivo y Legislativo norteamericanos, así como a sectores de la sociedad estadounidense, a favor de una reforma, insistiendo en que toda reforma implica algún tipo de acuerdo y de cooperación con México; o puede dejar que las cosas fluyan por sí mismas y no intervenir. En caso de hacer lo primero, lo que insinuó Peña Nieto durante su visita a Washington, y que me sorprendería agradablemente que hiciera, debe optar entre proceder en público o en privado; con los gobiernos centroamericanos, y en menor medida del Caribe; y en alianza con determinados sectores en Estados Unidos (latinos y anglos, republicanos y demócratas, conservadores y liberales) o solo.
Algunos comentaristas que siguen estos temas en México han sugerido que gracias a las revelaciones de un estudio en particular de Jeffrey S. Passel, del Pew Hispanic Center, aparecido a mediados de 2012, la reforma migratoria norteamericana ha perdido importancia. Se ha llegado al “net-zero”: el flujo indocumentado neto de mexicanos emigrando a Estados Unidos ha desaparecido. El ex presidente Felipe Calderón incluso se vanaglorió de ello en una de sus íntimas visitas a Estados Unidos. Yo mismo, en un artículo aparecido el 7 de junio de 2012, afirmé que otra parte de la reforma puede considerarse casi consumada, ya que se ha producido a lo largo de los últimos 3 o 4 años un incremento espectacular en el flujo migratorio documentado, o autorizado, de mexicanos a Estados Unidos. Me parece que lo segundo sigue siendo cierto pero aleatorio; y hay razones para pensar que lo primero ya no es del todo cierto, si es que lo fue alguna vez.
Un nuevo estudio de Roberto Suro y René Zenteno, Mexican Migration Beyond the Downturn and Deportations, que utiliza datos de El Colegio dela Frontera Norte, en Tijuana, y The Thomás Rivera Policy Institute, en Los Ángeles, afirma que a principios o mediados de 2012 los flujos migratorios no autorizados hacia el norte volvieron a subir, mientras que los flujos hacia el sur disminuyeron: “El resultado es que el tamaño de la población mexicana nacida dentro de los Estados Unidos se ha recuperado completamente de las mermas que sufrió durante la recesión”. Las dimensiones de esa población, que incluye mexicanos con papeles y sin papeles, se han mantenido en el mismo nivel -aproximadamente 11.7 millones de personas- que alcanzaron antes de la recesión de 2008-2009.
Los autores consideran que la razón del repunte de los flujos hacia el norte y de la caída de retornos voluntarios y obligados hacia el sur tiene que ver fundamentalmente con la situación económica estadounidense, y muy poco con el panorama económico en México, o con la política de endurecimiento migratorio de los gobiernos de Bush y Obama. Sus hallazgos se confirman por datos de Conapo citados por Reforma el 29 de noviembre pasado, que estimó en 467 mil los mexicanos que emigraron a Estados Unidos en 2012, con y sin papeles. Si sabemos que esta población sólo aumenta por la llegada de nuevos migrantes, y no por crecimiento natural, ya que cada niño nacido en Estados Unidos automáticamente se contabiliza como norteamericano, y recordamos que el mismo universo sólo decrece por fallecimientos, deportaciones del interior (“removals”) y retornos voluntarios, podemos concluir que a un nivel inferior al año pico del 2007 pero de todas maneras elevado, se mantiene el flujo migratorio mexicano hacia Estados Unidos legal o ilegal, y que si la economía norteamericana se sigue recuperando, este flujo seguirá aumentando. Es en este contexto que Enrique Peña Nieto deberá tomar su decisión.