Por: Jorge Castañeda
Hace un par de semanas en este espacio adelanté dos vaticinios sobre México y Estados Unidos. Uno se confirmó, ya que Obama enviará muy pronto una reforma migratoria integral al Congreso, según una filtración a The New York Times el domingo. Tal vez anuncie algunos ingredientes de dicha reforma en su informe presidencial: legalización y camino a la ciudadanía, con multas y condiciones, para los 12 millones de indocumentados (la mitad de los cuales son mexicanos); la expedición acelerada de visas permanentes de todo tipo y facilitación de trámites de reunificación familiar; y un nuevo programa de trabajadores temporales: la ”enchilada completa’’. Obama parece contar con los votos en el Senado para su reforma; nada asegura que suceda lo mismo en la Cámara de Representantes.
La segunda predicción se refería a la postura del gobierno de Enrique Peña Nieto. Deseé que sus insinuaciones en Washington de noviembre se tradujeran en una política definitiva, pero dudaba que fuera así; más bien pensé que adoptaría una postura conservadora de ”no intervención’’. Temo que tuve razón.
Según versiones de prensa (no siempre muy confiables) Eduardo Medina Mora, el nuevo embajador de México en Estados Unidos, al ser ratificado por la Comisión Permanente afirmó: “Si bien la reforma migratoria es un tema de política interna en Estados Unidos, el Gobierno mexicano hará escuchar la voz de los mexicanos y defenderá sus intereses. No es un tema de la relación bilateral. Tenemos [...] un interés muy grande [...] por hacer valer una argumentación que aumente las oportunidades para ellos”. Se trata de una posición respetable, sobre todo a la luz de una lectura simplista pero comprensible de aquella que imperó durante el sexenio de Fox y de Calderón (de cuyos gabinetes fue miembro Medina Mora). Pero, hace abstracción del contexto radicalmente distinto que impera hoy en Estados Unidos a propósito de la reforma migratoria; pero se entiende que un gobierno como el de Peña Nieto y Medina Mora prefiera ser cauteloso y no cabildear activamente la reforma.
El problema reside en una lectura equivocada de la historia pertinente de Estados Unidos. Durante el siglo XX, Washington firmó varios acuerdos migratorios con distintos países; van tres casos rápidamente. El primero es el llamado Acuerdo de Caballeros (Gentlemen’s Agreement) celebrado con Japón, y que rigió de 1907 a 1924, regulando el tamaño y el ritmo de la migración japonesa a Estados Unidos, así como las condiciones de trabajo (reprobables por cierto) de lo que se volvería la población Nissei. El segundo, como lo sabe todo el mundo, fue el llamado “Acuerdo bracero” o Mexican Farm Labor Program, firmado por los gobiernos de Roosevelt y Ávila Camacho en 1942, y que duró hasta 1964, cuando fue derogado, y que reguló la migración de millones de trabajadores mexicanos (también en condiciones lamentables) a Estados Unidos, para trabajar en la agricu