Por: Jorge Castañeda
Hace unos días se celebró en Santiago de Chile la primera reunión ordinaria de una organización latinoamericana. Se trata de la Celac, un adefesio institucional ideado por Hugo Chávez y los países del ALBA, e instrumentada, incomprensiblemente, por México y Brasil.
Su propósito es evidente: crear una estructura regional que incluya a Cuba y excluya a Estados Unidos y a Canadá. No sorprendería que Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua se retiren de la OEA y se refugien en esta institución, aunque carezca de documentos fundacionales, presupuesto, sede y burocracia.
Para no confundir el propósito de este engendro regional, la presidencia pro tempore del organismo recayó en Raúl Castro. Si de por sí resultó desconcertante que una organización compuesta por países democráticos fuera presidida por alguien designado por su hermano, lo que dijo el presidente de Cuba dejó atónitos a los presentes.
Según la versión estenográfica, el viejo militar afirmó: “Vamos a combatir la droga [...] a sangre y fuego [...] Nuestras leyes permiten la pena de muerte; está suspendida, pero está de reserva, porque una vez la suspendimos y lo único que hicimos [...] fue estimular las agresiones y los sabotajes contra nuestro país [...] Por eso, en Cuba, no hay drogas”.
Es cierto lo que dice: existe la pena de muerte en Cuba, fue utilizada supuestamente para combatir el narcotráfico, contra Arnaldo Ochoa y Antonio de la Guardia; y después contra jóvenes que secuestraron una balsa para huir de la isla. Y en cuanto a “sangre y fuego”, nadie duda de que el régimen castrista ha combatido toda oposición, delitos reales o imaginarios (la homosexualidad, el sida, la disidencia) con saña y sin cuartel.
El carácter insólito de las palabras de Raúl Castro reside en el desentono con la tendencia general sobre el tema de la droga. Los presidentes latinoamericanos resolvieron en la Cumbre Iberoamericana encomendarle a la OEA que produjera estudios sobre el consumo, el tráfico y la producción de estupefacientes ilícitos, así como de mejores prácticas en el mundo. Presidentes en funciones como Santos, Pérez Molina, Chinchilla, Mújica y Fernández de Kirchner se han manifestado a favor de la legalización de la marihuana o de un debate al respecto. Ex jefes de Estado como Zedillo y Fox de México, Gaviria y Samper de Colombia, Cardoso de Brasil y Lagos de Chile han hecho lo mismo.
En Europa, varios países buscan alternativas a la política punitiva y prohibicionista impuesta por Estados Unidos desde 1971. Incluso en Estados Unidos, la despenalización de la marihuana ha avanzado, primero para fines médicos y, después, para uso recreativo. Hasta la draconiana política carcelaria se esfuma en Estados Unidos ante su obvio fracaso y costo.
En síntesis, América Latina, que ya padeció el camino de “sangre y fuego”, sabe que sólo lleva a la muerte, a la violencia y a la represión, y no al “no habrá droga”. El otro sendero, el de Malasia, Singapur y países semejantes, es una barbaridad en las democracias latinoamericanas. Salvo en el único país que no puede ser catalogado como tal: Cuba.
Entonces a la primera aberración -una dictadura dentro de este universo democrático- se suma una segunda: la propuesta de una radicalización de ”la guerra contra la droga’’, al estilo de Uribe y de Calderón, y ahora de los Castro. Todos los países latinoamericanos han firmado instrumentos como la Convención Americana sobre Derechos Humanos, o la Carta Democrática Interamericana. Cuba no acepta ninguno de dichos documentos. Por tanto, no se entiende la razón del nombramiento de Raúl Castro, ni tampoco por qué gobiernos con simpatía por Cuba o sin ella avalan hechos que rechazan en otros casos.
Pero carece aún más de sentido que Cuba presida el organismo y aproveche su turno para hacer proselitismo a favor de una postura cada vez más rechazada. Sobre todo cuando es evidente que dicha postura únicamente es sostenible gracias a la naturaleza autoritaria del régimen cubano. ¿”A sangre y fuego”? ¿Alguien más se atreve?