Por: Jorge Castañeda
Hay varias razones por las cuales quisiera abstenerme de ofrecer sesudos comentarios sobre la Reforma de Telecomunicaciones. Por lo pronto, adelanto dos: falta todo lo que suceda en el Senado, la legislación secundaria y el resultado de recursos de amparo indirecto o de inconstitucionalidad que pueden modificar el desenlace; y es un asunto tan técnico y mi desconocimiento tan grande, que la aparición de consecuencias imprevisibles y perversas puede ser decisiva. A reserva de algún día entender más el asunto y saber más, me limitaré hoy a algunas reflexiones generales, tanto críticas como de apoyo.
Ubico esta reforma en una estrategia antimonopólica más ambiciosa del presidente Peña Nieto. No puedo más que apoyar esa estrategia, ya que desde noviembre del 2006 he insistido, junto con otros, que el principal obstáculo para la prosperidad de México reside en la concentración del poder en todos los ámbitos. En un texto con Manuel Rodríguez Woog (¿Y México por qué no?) y en cuatro textos con Héctor Aguilar Camín, he insistido en que los monopolios de todo tipo que existen en nuestro país -banca, telecom, pan, tortilla, política, sindicatos e incluso en lo intelectual- son un poderoso freno al desarrollo. Sin acotar o francamente eliminar las características monopólicas en cada concentración de poder, estoy convencido de que el país no podrá avanzar. Por tanto, resultaría incongruente y deshonesto no estar de acuerdo con el espíritu de una reforma que es una estrategia parecida a la que hemos sugerido varios observadores.
Además, en teoría por lo menos, esta reforma incluye medidas concretas que aparecen en los textos mencionados y que son de gran importancia, por ejemplo, el surgimiento de una tercera (o cuarta o quinta) cadena de televisión abierta nacional; un ente regulador de la competencia ”con dientes’’, que pueda ”partir’’ (la reforma dice desagregar) empresas monopólicas; o el permitir la inversión extrajera (sin restricciones) en telecom y también en otros sectores hasta ahora vedada (Pemex-CFE, etcétera). Habría más ejemplos de la convergencia de esta reforma con lo que hemos sugerido en estos años.
Dicho esto, hay aspectos de la reforma que me molestan, sin llegar al desacuerdo, por ahora, y sin saber bien el porqué. La primera, que aplica a mi sentir sobre la Reforma Educativa, es la obsesión de incluir todo en la Constitución. En mi libro Mañana o pasado me refiero a la obsesión mexicana por incluir todo en la Constitución y ofrezco algunas explicaciones. En un texto reciente en Nexos, María Amparo Casar habla también del fetichismo constitucional mexicano. Carlos Elizondo ha calculado que la Reforma de Telecom tiene más palabras que toda la Constitución de los Estados Unidos que ha funcionado más o menos bien desde 1787. En el 2013, esto es una aberración para México.
En segundo lugar me preocupa, de nuevo sin discrepar del sentido de la reforma, que algunas disposiciones en realidad equivalgan a una perpetuación del status quo, con o sin la intención de hacerlo, y van en contra de la filosofía que ha inspirado la acción gubernamental desde los noventa. Un ejemplo: al incluir el principio de la reciprocidad en la regulación de inversión extranjera en Telecom se corre un riesgo y se cambia de paradigma. El riesgo es que ningún inversionista extranjero quiera invertir ante las restricciones, que en los hechos significan que difícilmente pueda controlar la empresa en la que invierte. Algunos dirán que eso es justo, ya que en sus países los mexicanos tampoco pueden hacerlo. Aquí viene el cambio de paradigma. Desde el TLCAN y el GATT, el pensamiento gubernamental partía de la premisa de que, si algo era benéfico para México (en opinión de los gobernantes), debía hacerse al margen de que nuestros socios hicieran lo mismo. Si había que bajar aranceles y abrir la economía fue porque era bueno para México, y no como concesiones mutuas con EEUU, Canadá o la Unión Europea. Quizás fue un enfoque equivocado, pero habría que demostrarlo.