Por: Jorge Castañeda
Actuar con selectividad en lo internacional es una magnífica receta para el pragmatismo, pero genera también consecuencias contraproducentes. Unos con más celeridad que otros, otros con más razones que unos, los gobiernos de la región se precipitaron no sólo a reconocer el resultado venezolano, sino a respaldar a Nicolás Maduro, sin preocuparse por los motivos de la protesta opositora.
No tiene nada de malo si se pretende seguir con el sacrosanto y obsoleto principio de no intervención. Pero si les interesa vivir en el siglo XXI, deben compatibilizar su obsesión con sus compromisos sobre la defensa colectiva de la democracia y los derechos humanos.
Como se sabe, la oposición venezolana ha insistido en un recuento “voto por voto“, o “auditoría” como se le llama en su ley electoral. El domingo, el candidato chavista, Nicolás Maduro, parecía aceptar el recuento de todas las casillas o centros electorales previsto por la ley. El lunes cambió de parecer -tal vez lo convenció un pajarito- y se ha negado a cualquier auditoría. El Consejo Nacional Electoral aceptó su reculada y lo certificó como Presidente. La oposición insiste en el recuento, alegando que hay más de 3 mil “incidencias electorales”, que no se han contado los votos en el extranjero, y que nada justifica la ausencia del recuento. La ley electoral venezolana tan lo tiene previsto, que en su discurso del domingo, Maduro dijo que la ley era tan avanzada que preveía exactamente cuántas casillas deberían recontarse: 54%. Es muy posible que el recuento arroje un resultado como el de México en 2006: el mismo. Es posible también que la protesta callejera y de cacerolazos de la oposición encabezada por Capriles se desinfle con el tiempo. Y es posible también que los siete muertos del martes no sean producto gubernamental. Pero también es posible que todo se deteriore en los próximos días.
Maduro prohibió ya la manifestación de sus opositores el miércoles; amenazó con aplicar mano dura y, según los rumores reproducidos en la prensa internacional, con detener a Capriles; el ministro de Relaciones Exteriores, la fiscal del país y el presidente del Congreso han manifestado intenciones semejantes.
Ante este panorama emergen dos peligros. El primero es que la represión se agudice; se prohíban las manifestaciones; que se destituya a Capriles como gobernador de Miranda, y se establezca un virtual estado de sitio mientras no cesen las protestas. Frente a esto, habrá que ver si los gobiernos latinoamericanos se siguen haciendo de la vista gorda, ya no sobre un fraude electoral en Venezuela, sino ante una represión sangrienta.
La otra posibilidad, seguramente de menor agrado para los Kirchner, Evos, Ortegas, Correas, Rousseffs, y… ¿Peña? es que Maduro siga perdiendo los estribos, y entre la histeria, el agotamiento, la tristeza, y la llana mediocridad, se pierda todo control. Surgiría entonces la tentación para un sector o la totalidad del ejército de intervenir para defenestrar a Maduro, y ya sea pactar una salida con la oposición, ya sea colocar a un militar en Miraflores: en buen castellano, un golpe de Estado.
El golpe puede ser de “izquierda” o de “derecha”. A muchos gobiernos latinoamericanos les encantaría el primero y repudiarían el segundo. El problema es que su autoridad moral para condenar un golpe que llevara a algún arreglo con la oposición, a la anulación de las elecciones y pedir nuevos comicios, sería escasa. Quien no condenó el fraude y la represión, la pantomima del funeral/acto de campaña, la manipulación de la muerte de Chávez y las mentiras sobre su salud, difícilmente podrá condenar un golpe producto de esos acontecimientos. Supongo que esto lo reflexionaron detenidamente en la Cancillería, estuvieron bien enterados gracias a los informes de nuestro embajador en Caracas (perdón, se me olvidaba que no tenemos) y después de horas de análisis concluyeron que era mejor alinearse con el ALBA que con Europa, Estados Unidos y Canadá.