Por: Jorge Castañeda
He seguido con lo que Freud llamaría atención flotante las discusiones sobre la decisión del gobierno de Peña Nieto de incrementar el déficit fiscal. Aquilato la inquietud de muchos economistas, que por definición saben más de esto que yo, o de comentaristas como Leo Zuckermann, a quien le aterra volver a la política de gasto público desenfrenado, o de auténticos filósofos como Héctor Aguilar Camín que asimila, con mucha razón, al Estado mexicano a un alcohólico, a quien se le ofrece “sólo una copita, no te va a pasar nada”. Y veo como otros el peligro de que los mercados reaccionen con nerviosismo ante la perspectiva de una mayor inflación y de un mayor déficit mexicanos, lo cual puede redundar en dificultades para captar recursos en el extranjero. Si además todo esto se produce en un contexto aún precario de expansión económica de Estados Unidos, con mayor razón ha surgido este escepticismo ante la propuesta.
No sé si por mi keynesianismo irredento o por la experiencia de algunos otros países o por la mexicana reciente, me irrita menos que a otros la expansión del déficit. Al revés, me produce temor un empujón contracíclico demasiado pequeño. Es cierto que si sumamos todas las facetas de lo que será el déficit el año que entra, superará el 4% del PIB. Esta cifra rebasa el límite por los países miembros de la Unión Europea y también lo que será el déficit de Estados Unidos el año que sigue: inferior a 3% del PIB. De modo que se trata de un cañonazo regular, de esos que no resistía ningún general y ahora ninguna estabilidad financiera. Pero también es cierto que viene en un entorno de altas reservas internacionales, de dinero barato para México en el mundo, de cierta expectativa -mucho menor que hace algunos meses- del calado de las reformas de EPN. Aunque países como Chile y Brasil sortearon mucho mejor que México la crisis de 2009 -la caída de su economía fue inferior a la nuestra- lo lograron gracias a una propuesta contracíclica mucho más vigorosa.
Todos recordamos cómo el actual gobernador del Banco de México y entonces secretario de Hacienda, el inventor del IETU y del IDE, descalificó el atorón de la economía a finales de 2008 como un “catarrito”, y después sólo aplicó un esfuerzo anticíclico de 1% del PIB en el 2009. El resultado: la economía cayó más de 6%. No nos hemos recuperado de esa caída, al grado de que las cifras de reducción de la pobreza y desigualdad en México que venían descendiendo desde mediados de los noventa apenas hoy reencuentran los niveles anteriores. A mediano plazo no sé qué sea mejor: absorber una caída brutal para luego rebotar y recuperar paulatinamente lo que se perdió, o introducir un estímulo mucho más potente a la economía de una sola vez para evitar un desplome tan agudo como el mexicano en 2009. En el caso de Chile, la existencia de un fondo estabilizador del cobre donde se guardan recursos excedentes en los años de vacas gordas, para gastarlos en años de vacas flacas, ha permitido un mejor desempeño promedio que el de México, pero también es cierto que Chile lleva 25 años creciendo más que nosotros y tiene un prestigio mayor que el nuestro de estabilidad financiera. El caso de Brasil es mucho más discutible, ya que quizás fue en 2009 cuando empezaron a “soplar los vientos de su desgracia”. Ambos países incurrieron en déficits ese año superiores al 3%.
La pregunta que me hago, junto con otros tanto dentro y fuera de México, es otra, aunque tiene que ver con la paradoja mexicano-brasileña: cuando la prensa internacional afirmaba que Brasil iba para arriba y México para abajo, crecíamos más que ellos. Ahora que sostienen lo contrario, en 2013 es probable no sólo que Brasil crezca más, sino casi al doble. ¿Qué tan gélido va a ser el enfriamiento de la economía mexicana este año, si Videgaray y compañía, que no son ningunos ineptos, y conocen los riesgos de un shot de tequila de esta magnitud para el alcohólico de Aguilar Camín, saben que es necesario? Tal vez ni el 1.8%, ni el 1.5%, quizás apenas al 1% este año y menos del 3% en 2014, ¿sin shot?