Por: Jorge Ramos
A pesar de que llevo 30 años viviendo en Estados Unidos, no deja de sorprenderme cuando este país hace algo atrevido, promoviendo la igualdad, rompiendo prejuicios de décadas y sale a defender lo moralmente correcto. Cuando esto ocurre, el mundo (a pesar de su sano escepticismo, larga memoria y malos recuerdos) no tiene más remedio que tomar nota y seguir el ejemplo.
Dos de estos momentos históricos acaban de ocurrir: la Corte Suprema de Justicia prohibió la discriminación en contra de parejas gay y el Senado aprobó el proyecto de reforma migratoria para legalizar a millones de indocumentados. Son dos decisiones como para quitarse el sombrero. Jueces y senadores están diciendo que aquí nadie puede estar por encima de los otros. Ser muchos no les da el derecho de imponerse sobre los que son menos. Esto es lo que más me gusta de Estados Unidos; esa idea -expresada maravillosamente en su acta de independencia- de que todos somos iguales. Todos.
Lo que dijeron los jueces de la Corte Suprema es que los gays tienen los mismos derechos que los heterosexuales para casarse, ser padres, adoptar y recibir beneficios del gobierno. Y lo que dijeron los senadores es que los inmigrantes indocumentados tendrán (en 13 años) exactamente las mismas ventajas y oportunidades que cualquier ciudadano estadounidense. Esta idea de igualdad no es nueva.
El viajero francés, Alexis de Tocqueville, visitó Estados Unidos en 1831 y escribió en su libro Democracy in America: nada me llama la atención con más fuerza que esa igualdad de condiciones en la que vive la gente. Y eso es precisamente lo que hicieron la Corte Suprema y el Senado: asegurarse que gays e inmigrantes estén en ”igualdad de condiciones’’ con el resto de sus habitantes.
Hay, sin duda, un nuevo entusiasmo por el rumbo del país en materia de derechos civiles. Este movimiento comenzó con la elección en 2008 de Barack Obama, dejando atrás décadas de discriminación y racismo. No siempre resulta así, pero el concepto central de las leyes en Estados Unidos es que nadie te puede hacer a un lado por tu color, tu religión, tu país de origen o tu orientación sexual. Y ese es un gran punto de partida. Estados Unidos, hacia dentro, es una democracia vital, llena de debates, balances y fórmulas para enfrentar las desigualdades. Eso me gusta.
Pero no me gusta cuando abusa de su poder hacia fuera. Aquí hay dos graves ejemplos de ese abuso. Por más discursos y negativas que de el gobierno del Presidente Obama, era imposible que no abundaran las acusaciones de que es el Big Brother cuando se reveló que su Agencia de Seguridad Nacional obtuvo en marzo pasado 97.000 millones de datos provenientes del espionaje en celulares y computadoras en todo el mundo, según la información que el ex empleado de la CIA, Edward Snowden, dio al diario The Guardian. Entiendo el temor de Estados Unidos a otro ataque terrorista como el del 11 de septiembre de 2001. Pero espiar a amigos, aliados y a tus propios ciudadanos no es, precisamente, lo que se espera de una democracia y superpotencia como Estados Unidos.
Tampoco se explica la guerra en Irak que se inventó el ex presidente George W. Bush. Saddam Hussein era un tirano pero nada tuvo que ver con el 11-S ni tenía armas de destrucción masiva en el momento de la invasión norteamericana en el 2003. Más de cuatro mil soldados norteamericanos murieron injustificadamente en Irak, al igual que 113.000 civiles iraquíes. Esas muertes se pudieron evitar, pero Bush no quiso esperar al dictamen final de los inspectores de Naciones Unidas. Por eso muchos criticaron a Estados Unidos por ser un ”bully’’ planetario.
Lo mejor de Estados Unidos emerge cuando busca la igualdad, tanto dentro como fuera de su país. Pero lo peor surge cuando impone su voluntad y su visión del mundo a otras naciones menos poderosas.
Hace poco hablaba con el director mexicano Guillermo del Toro, quien está promoviendo su nueva película Pacific Rim una impactante guerra planetaria entre monstruos contra robots manejados por humanos. Del Toro se fue de México después que su padre fuera secuestrado y no quiere volver a trabajar ahí por temor a represalias. Pero encontró en Estados Unidos al aliado perfecto.
Las películas que nunca pudo hacer en México, por problemas económicos y de seguridad, las hace ahora en Hollywood. Sin caer en cursilerías, lo cierto es que Estados Unidos le permitió hacer lo mismo que cualquier norteamericano y le dio las oportunidades que su país de origen no podía ofrecerle. Hoy, su alma de niño de 12 años, como él dice, queda plasmada en los más alucinantes filmes en las pantallas de todo el mundo. ¿Qué otro país puede ofrecerle lo mismo a un extranjero?
Sí, hay cosas que no me gustan de Estados Unidos. Pero no puedo dejar de admirar a este ambicioso y generoso país, donde vivo con total libertad y donde nacieron mis hijos, cuando nos dice que todos somos iguales … y luego lo cumple.