Por: Julio Bárbaro
Son muchos, demasiados, los que acomodan el alma al gobierno de turno y además, luchan en pos de acercarse como si fuera la causa que esperaban desde siempre. Deberían constituirse en fuerza política. Son mayoría. Molestan a los verdaderos creyentes, a los que esperan algo nuevo que los sorprenda y que terminan agredidos por una nueva caterva de depredadores. Son demasiados pocos los inocentes que no aceptan convertirse en los oficialistas de la primera hora, porque como todo el mundo sabe, todo oficialista se inventa un pasado para pertenecer siempre a la primera hora.
Con la crisis de la industria y las complicaciones del agro, el oficialismo es sin lugar a dudas el comercio más rentable que transita el presente. Si pudiéramos contar los ricos, los nuevos ricos, desde la llegada de las democracias hasta ahora -los ricos que engendró la política- tendríamos una línea de crecimiento notable con un incremento constante de cantidades tanto de personas como de fortunas. El ladri-oficialismo es ya una profesión, no tardará mucho hasta que la dicten como carrera en las mejores universidades, incluyendo como docentes a los rectores y decanos que participan en la primera fila del enriquecimiento nacional y popular. Eso queda claro: nacional y popular sustituye al anticuado título de antecedentes intelectuales y morales.
Los empleados públicos innecesarios se multiplicaron para poder aplaudir y votar al “modelo”, especie basada en el uso del poder al servicio del negocio y defendido por viejos y oxidados revolucionarios. Antiguos rebeldes hoy actúan como oficialistas conversos, ayer se imaginaban sublevando multitudes y hoy las acomodan a los complejos recovecos del discurso presidencial. Y me explican de qué lado está el mal, ese que ayer encontraban en los gobiernos y hoy, carguito mediante, lograron ubicar en los no creyentes del supuesto “modelo”. Queda claro que no aprendieron filosofía, dados, timba y la poesía cruel en un Cafetín de Buenos Aires sino en una biblioteca con una Carta Abierta que intentaba convencernos que el kirchnerismo es revolucionario porque les otorgó un pedazo de poder a los que, de jóvenes, eran implacables y ahora cambian pasado presentable por presente abominable. Y llegó el momento en el que Scioli deje de asustarlos para convertirse en el nuevo líder de los intelectuales oficialistas.
Oficialistas: el peronismo es una gran ayuda, les otorga una identidad parecida a llamarse “camaleón”, una naturaleza que los adapta a la coyuntura sin tensiones. Eran peronistas de Menem y luego lo fueron de Duhalde, y como eso duró poco y lo de los Kirchner fue matrimonial y por lo tanto semejante a una cama de dos plazas, ellos siguen en la digna línea de oficialistas peronistas. Cuidado, primero oficialistas, después viene el decorado, el recuerdo de una historia que fue larga y entonces uno toma el momento que se le ocurre, hay para todos los gustos.
Gobernadores, intendentes, embajadores, legisladores, durando están. Duran porque aplauden, aplauden porque es gratis y el cargo es pago. O el negocio, o los negocios. Acomodan parientes y amigos, al módico precio de interpretar la lucidez del de arriba. Se olvidan de explicar que el que estaba ayer , hoy es culpable de los defectos que antes fueron aplaudidas virtudes de su tiempo de gloria. No es común entre divorciados referirse a las virtudes de los ex, no permiten justificar los amores tan puros de la nueva pareja. Y ahora se termina una genia y viene otro que, en todos los casos nos va a costar- y mucho- inventarle trascendencia histórica; pero no veo a ningún oficialista preocupado. Esperen que gane el que gane y el aplauso surgirá solo, auténtico, sentido, vibrante. El poder se expresa en un auditorio cuya acústica es compleja, tanto que mientras el que canta sea el que manda a ninguno se le va a ocurrir que desafina. Ahora sí, apenas cae el telón y la obra se da por terminada, toda vibración discursiva será forjada tan sólo por el genio que nos cante el próximo discurso.
Oficialistas, triunfadores, personajes despreciables, pero triunfadores, fruto amargo de una sociedad que admira al ganador como portador sano de la única virtud con vigencia. Después, cada uno la cuenta a su manera, si hasta alguno me cuenta en secreto murmullo sus disidencias, por si acaso yo le fuera útil para la próxima función de oficialista. Solo duele un detalle: mientras ganen ellos, implica que perdemos todos. Y en eso estamos. Y el porcentaje de oficialistas no lo mide el INDEC pero es el índice más claro de la decadencia de una sociedad. Y nosotros tenemos multitudes.